lunes, 25 de mayo de 2009

LA ESTRUCTURACIÓN ORGÁNICA DEL DESCONTENTO. LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN MÉXICO 1968 -2009.

“La desigualdad es el origen de todos los movimientos sociales”
Rusell G.


“La filosofía del no silencio y de la insolencia es lo que requiere nuestra nación. [...] Fomentar la insolencia, dándole posibilidad de tener voz a la conciencia social de las clases hostigadas, puede ser una de las vías para construir otra forma de gobierno. El punto toral es educar: diseminar la idea, con insolencia, de que no podemos seguir siendo una nación atropellada”.
Arnoldo Kraus


“Los movimientos sociales no pueden ser derrotados por la represión, por más terrible que ésta sea, salvo mediante el exterminio masivo de sus miembros”.
Raúl Zibechi


INTRODUCCIÓN
Los movimientos sociales en México han sido una constante histórica desde la época de la Colonia novohispana. El siglo XIX mexicano fue rico en movilizaciones sociales, desde el gran movimiento insurgente por la Independencia, pasando por la lucha contra las intervenciones extranjeras, hasta la participación popular en el enfrentamiento entre Conservadores y Liberales. Al triunfar el proyecto liberal, los grupos sociales marginados continuaron movilizados en defensa de sus intereses y de su patrimonio. La consecuencia de esto fue el gran estallido social de la Revolución a inicios del siglo XX. Finalizada la confrontación interna, las condiciones económicas y políticas posrevolucionarias resultantes no desactivaron la movilización social generada por el descontento y la exclusión, al contrario, la exacerbaron. En los últimos 40 años, la presencia y la actuación de los movimientos sociales de reivindicación han definido el diseño y la aplicación tanto de las políticas sociales del Estado mexicano, como de mecanismos de control social, por parte de los sucesivos gobiernos, frente a la creciente inconformidad social. Por otra parte, estas movilizaciones también han generado formas novedosas y efectivas de organización autónoma y de acción independiente de la sociedad ante la élite que monopoliza el ejercicio del poder desde finales de la década de 1930. Al observar las actuales condiciones sociales, culturales, económicas y políticas en México, resulta evidente la necesidad de recuperar, con carácter de urgente, todas estas experiencias, con la finalidad de construir, de manera colectiva, una nueva forma de participación social dentro de un esquema amplio de poder ciudadano alterno, en contraposición a la monolítica, opresiva y represiva institucionalización oligárquica del poder hoy vigente en nuestro país.

ANTECEDENTES
Si bien es cierto que los movimientos sociales reivindicativos no son ninguna novedad en México, pues se ha documentado su persistencia casi ininterrumpida desde el siglo XVI (apenas finalizada la conquista militar de la hegemónica nación culhua-mexica por parte de los españoles), no es menos cierto que la naturaleza de la movilización social, como expresión de inconformidad, sufrió un cambio notable hacia finales del siglo XIX y principios del XX, cuando los efectos de la Revolución Industrial se extendieron por Latinoamérica: “Los grandes adelantos técnicos del siglo XIX, así como las transformaciones socioeconómicas y políticas asociadas a ellos, llegaron con 40 año de retraso, en promedio, a América Latina […]” (De la Cruz Gamboa y Robles de De la Cruz, 1981: 37). Con el arribo del general Porfirio Díaz a la presidencia en 1876 (iniciando una serie de reelecciones irregulares hasta 1911), se aceleró el proyecto de modernización capitalista del país, lo cual implicaba la implantación del Positivismo (“orden y progreso”, “más administración que política”) y la importación de tecnología y maquinaria industrial moderna, ambas procedentes, sobre todo, de Europa. Hasta entonces, la exportación de materias primas y de productos agrícolas había sido la base para el sostenimiento de una economía favorable para las clases sociales privilegiadas.

Pero no solo llegaron corrientes ideológicas oligárquicas, maravillas tecnológicas y novedosas formas de producción industrial, también sobrevinieron ideas contestatarias: “Las ideas llegaron con los perseguidos políticos, con las noticias del movimiento de 1848, con la propaganda del mutualismo, del anarquismo y del marxismo. Más tarde llegaría la influencia del sindicalismo norteamericano” (De la Cruz Gamboa y Robles de De la Cruz, 1981: 38). Tales ideas pudieron implantarse en México por el desarrollo, cada vez más acelerado, de una clase obrera urbana, un proletariado fabril, concentrado sobre todo en la Ciudad de México. Al margen de estas nuevas corrientes opositoras de pensamiento, persistía en el país un amplio movimiento agrarista, gestado desde la Conquista misma, y profundizado al triunfar los Liberales en 1867, con la aplicación de las Leyes de Reforma para abolir la propiedad colectiva de las tierras y proteger los derechos de propiedad de los terratenientes, reprimiendo por la fuerza cualquier protesta violenta por parte de los campesinos:

“La época liberal fue especialmente trágica para los campesinos e indígenas, pues los políticos y burócratas mexicanos los consideraban un obstáculo para el progreso y en consecuencia […], decididos a imponer al pueblo mexicano el capitalismo occidental […] y creyendo que la economía rural nunca podría ser integrada al modelo capitalista, se propusieron disminuir el número de campesinos permitiendo la enajenación de las tierras comunales […] en beneficio de inmigrantes europeos, con la idea de crear una clase pequeño-burguesa agrícola que hiciera progresar al campo […], transformando al campesinado en proletariado rural”.
(Powell, 1974: 151–153)

De esta manera, bajo el periodo porfirista (1876–1911), se gestaron, o bien se radicalizaron, múltiples y pujantes movimientos sociales en el país, urbanos y rurales, de las clases bajas y de las clases medias, cuya influencia no ha dejado de percibirse hasta hoy:

“Desde 1870 se desarrolló un vigoroso movimiento anarcosindicalista en México, que generó varias huelgas importantes (1903, 1906, 1908 y 1909) y organizó cuatro insurrecciones armadas (1877, 1906, 1908 y 1910) […] En 1865 y 1877, un reducido grupo de socialistas utópicos ya organizaba huelgas en la capital reclamando mejores salarios, la reducción de la jornada laboral y la abolición de las tiendas de raya […] Entre 1885 y 1888 operó una guerrilla rural marxista en Sinaloa y Durango haciendo llamados al levantamiento popular contra el porfirismo […] Muchos fueron los levantamientos agraristas contra el despojo de tierras practicado por los terratenientes y las condiciones semiescalavas del peonaje hacendario (1878, 1881, 1882, 1883, 1891 y 1905)”.
(De la Cruz Gamboa y Robles de De la Cruz, 1981: 38–45)

A pesar de los esfuerzos del régimen porfirista por desarrollar el capitalismo en México, se presentó una contradicción insalvable: “[…] gracias a la inversión de capitales europeos y estadounidenses se había logrado un cierto desarrollo en ramas como la extracción petrolera, la minería, la agricultura de exportación y el comercio, pero las condiciones semifeudales y semiesclavas en la explotación de la mano de obra impedían el libre desarrollo de un verdadero proletariado industrial” (Becerra Juárez, Correa Villanueva, Costa Ayube, et al, 2002: 48). La contradicción se complicó cuando estalló la crisis mundial de sobreproducción en 1907, restringiendo el mercado internacional y generando una feroz competencia entre las burguesías de las naciones industrializadas: “La crisis impactó profundamente a México, fracturando a la clase social dominante, radicalizando a los diversos movimientos contestatarios y reivindicativos, y desatando, finalmente, una violenta confrontación interna, con visos de lucha de clases, conocida como Revolución Mexicana (1910-1921)” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 11).

Al finalizar el conflicto armado, con la victoria política y militar de sectores de la pequeña burguesía capitalista del norte del país sobre la aristocracia semifeudal hacendaria y sobre las fuerzas agraristas campesinas, sobrevino un periodo de inestabilidad política generada por los continuos choques entre la diversas facciones sobrevivientes en pugna por el poder. Hacia 1929 se dio la última gran confrontación de este tipo: “[…] la derrota de la rebelión militar escobarista y de la revuelta campesina cristera contra los gobiernos de Plutarco Elías Calles y Emilio Portes Gil, permitió el desarrollo de un proceso de estabilización del nuevo régimen posrevolucionario expresado a través de un partido hegemónico de Estado: el Partido Nacional Revolucionario (PNR)” (Mancisidor, 1976: 35). Este partido político unificó los intereses de todo el bloque oligárquico y facilitó el camino para que las pugnas de la clase dominante se resolvieran institucionalmente sin recurrir a levantamientos armados. La dominación burguesa de nuevo tipo sobre México entró en franca y firme consolidación en el poder: “El PNR sufrió dos mutaciones: en 1938 se reestructuró de acuerdo a los cánones corporativistas del cardenismo y fue refundado bajo la denominación de Partido de la Revolución Mexicana (PRM), y en 1946 volvió a experimentar una nueva reestructuración de corte populista y demagógico, denominándose ahora Partido Revolucionario Institucional (PRI)” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 101).

La guerra civil revolucionaria ocasionó, naturalmente, la destrucción de casi toda la infraestructura económica del país y el estancamiento de muchas actividades económicas: “Hacia 1920, se sufrían los efectos de la destrucción y desorganización masivas que afectaron en distintos grados todos los sectores de la vida económica de México, generando una depresión económica, aunque no en todas las regiones ni en todas las ramas económicas, […] la extracción petrolera no solo no se interrumpió, sino que se incrementó al amparo de la protección de los vencedores” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 63-64). Los gobiernos posrevolucionarios combinaron cambios en algunos sectores con la continuidad de las políticas porfiristas en otros: “[…] hubo cambios importantes en la estructura de la propiedad de tierras, aunque no por el éxito de las ideas agraristas, sino por el desplazamiento de la élite porfirista […]; se ha dicho también que los regímenes mexicanos desde los años veintes mantuvieron prácticamente intocable la propiedad extranjera. Sin embargo, […] se generó un Estado francamente intervencionista, clave del desarrollo económico.” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 64-65). Aún así, el impacto de la nueva crisis capitalista mundial en 1929 no puede ser ignorado, pues generó movilizaciones sociales, así como la violenta represión de los mismos: “La crisis de 1929 tendría graves repercusiones en nuestro país […], el proyecto económico se hizo poco viable pues seguía basándose en la exportación de materias primas […] Este marco de crisis puede explicar la represión a los movimientos obreros independientes y la creciente burocratización y corrupción de las centrales obreras […] los regímenes de los años veintes mostraron poca flexibilidad frente a los problemas sociales, creando un gran descontento entre obreros y campesinos” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 59-60).

La insoslayable necesidad de articular un nuevo proyecto económico, generó la creación desde la élite de un nuevo modelo socioeconómico. Mientras se practicaba una política económica nacionalista e intervencionista (reparto agrario, expropiación ferrocarrilera, expropiación petrolera), el partido de Estado estableció un férreo y estricto control sobre las estructuras sociales: “Bajo el cardenismo, el Estado mexicano adoptó el modelo corporativista ideado por el fascismo italiano y el stalinismo soviético para optimizar el control social […], posteriormente Ávila Camacho ampliaría este modelo para incluir a nuevos sectores sociales […]: CTM (obreros), CNC (campesinos), CNOP (clase media), CJM (estudiantes), CONCAMIN (industriales), CONCANACO (comerciantes), ABM (banqueros), COPARMEX (empresarios), CEM (cúpula eclesial), EMP (cúpula militar), DFS (cuerpos de seguridad nacional), son los más destacados […]” (Aguilar Mora, 1978: 65). Gracias a esta estructura logró conservar el poder político mexicano, de manera ininterrumpida, durante 70 años. Ocasionalmente, enfrentó desafíos electorales independientes en demanda de una auténtica democracia (el movimiento vasconcelista en 1929 y el movimiento henriquista en 1952) y, en tales casos, aplicó mecanismos de represión preventiva: “[…] detenciones arbitrarias, asesinatos impunes, amenazas, golpizas, atentados, coerción del voto ciudadano y fraude electoral, el gobierno demostraba su eficacia, capacidad represiva y absoluto control de la burocracia nacional” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 112).

Después del cardenismo, México entró en un importante periodo de crecimiento económico conocido como “Milagro Mexicano” (1940-1970), durante el cual se generaron importantes cambios estructurales, sobre todo en el área de la industrialización y el crecimiento demográfico, concentrándose gran parte de esta población en las ciudades, sobre todo en las de mayor crecimiento económico (Distrito Federal, Toluca, Monterrey, Guadalajara). Este desarrollo económico se acompañó de una creciente tendencia “derechista” dentro de los subsecuentes gobiernos: “[…] se fueron imponiendo una serie de limitaciones a la participación política abierta y plural por parte de la sociedad, solo la élite disfrutaba de tales libertades, aparecieron así el presidencialismo, la hegemonía del partido de Estado (que se volvió casi único) y se fortaleció al extremo el corporativismo social […]; las reformas sociales se fueron deteniendo y en algunos casos (como el reparto agrario) se revirtieron, en tanto que crecía la dependencia económica y política hacia los Estados Unidos a raíz de la Segunda Guerra Mundial” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 99-101). Las consecuencias de tales políticas fueron apreciables: “A partir de 1940, se desarrolló la versión definitiva del capitalismo monopólico enquistado en la economía mexicana […]” (Cockcroff, 2001: 157); así, surgió una élite burocrática burguesa aliada a intereses extranjeros, predominantemente estadounidenses, que concentraba en sus manos el poder político, el control social y el disfrute de la riqueza nacional, mientras la gran mayoría de la población se mantenía completamente marginada y empobrecida. Esta situación económica y política, aunada a las cíclicas crisis propias a la economía capitalista, generó amplios movimientos sociales contestatarios y reivindicativos en ascenso desde finales de la década de 1950, aunque el periodo culminante de estas movilizaciones ocurrió entre la segunda mitad de la década de 1960 y la primera de la década de 1970.

Si bien existía un partido hegemónico de Estado que controlaba a todas los sectores sociales a través del corporativismo fascista, eso no detuvo la formación de grupos en pugna, con intereses encontrados, dentro del bloque burgués oligárquico en el poder. De esta manera, durante el periodo que va de 1940 a 1954, se dio una dura lucha por la dirección política del sistema político mexicano: “Cárdenas se vio obligado, por distintos factores nacionales e internacionales, a optar por un sucesor conservador (Manuel Ávila Camacho) en 1940, pero los grupos más radicales del cardenismo presionaban por evitar la entronización de la corriente conservadora del PRM, destacando Miguel Henríquez Guzmán, encabezando al grupo más progresista. En las elecciones de 1952, la corriente conservadora impuso a Miguel Alemán en la presidencia por la vía del fraude y la represión masiva (masacre de la Alameda Central), a pesar de la clara victoria obtenida por la corriente progresista de Miguel Henríquez. Comenzaba así la etapa de mayor enfrentamiento oligárquico y de mayor represión al malestar social” (Ramírez, 1998). Durante este periodo, las pugnas internas, dentro del gobierno y la clase dominante, ocurrieron para definir la línea de gobierno dentro del régimen posrevolucionario. Asimismo, se manifestaron las desviaciones e incongruencias ideológicas de las organizaciones corporativistas creadas por el cardenismo. Al mismo tiempo, se consolidó la estructura piramidal del sistema autoritario, con el presidente de la República como máxima autoridad (el presidencialismo). Los sucesivos regímenes abandonaron sus compromisos de clase y las alianzas de masas se redujeron a mecanismos de control corporativista.

La primera etapa del llamado “Milagro Mexicano”, correspondiente al auge económico y denominada “Sustitución de Importaciones”, se agotó hacia la segunda mitad de la década de 1950; a partir de 1956, si bien se mantuvo el crecimiento económico sostenido, la rapidez de tal crecimiento se fue frenando gradualmente, pues la alta demanda de materias primas mexicanas en el exterior dejó de presentarse al establecerse un nuevo esquema de alianzas internacionales dentro del marco de la llamada Guerra Fría (el enfrentamiento ideológico, económico y político entre las dos potencias dominantes: la URSS y los EEUU): “Al concluir la Guerra de Corea, que dio inicio a la Guerra Fría, la economía de Estados Unidos entró en una recesión que provocó una caída en las exportaciones agrícolas mexicanas, factor clave dentro del modelo económico; a esto debe sumarse la recuperación económica de Europa, el desarrollo de la petroquímica, la disminución de precios internacionales y el desarrollo de las agroindustrias (revolución verde) en los países desarrollados” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 118). Los ingresos del gobierno decrecieron, el endeudamiento se incrementó y se presentaron las primeras devaluaciones e inflaciones, los campesinos y los obreros comenzaron a mostrar signos de descontento. Para tratar de paliar la situación, se implementó un nuevo modelo llamado “Desarrollo Estabilizador”: “[…] consistía en un mayor intervencionismo estatal sobre las variables económicas, un incremento de la inversión extranjera (iniciándose el programa de áreas fronterizas de maquiladoras extranjeras) y mayor dependencia de los ingresos generados por la venta de petróleo en el exterior. En consecuencia, se incrementaron los procesos de monopolización y se desarrolló el sector financiero de la burguesía mexicana. Inició así el desarrollo del sector turístico y la penetración de empresas agroindustriales extranjeras, lo cual generó crisis en el sector agrario al ser completamente sacrificado a favor del sector industrial” (Gallo T., Ruiz Ocampo y Franco Torres, 1996: 119-120).

En este contexto, entre 1956 y 1968, estalló la disputa política entre el partido de Estado y fuerzas políticas de oposición, especialmente de izquierda. Esta disputa inició en 1956 con el conflicto dentro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, cuyos integrantes, encabezados por líderes izquierdistas, iniciaron un movimiento disidente exigiendo la democratización del mismo y el fin del corporativismo controlado desde el Estado. Tras este movimiento, sobrevino una avalancha de movilizaciones sindicales con las mismas demandas: “A lo largo de la siguiente década, la estructura sindical controlada por el Estado fue sacudida por movimientos de independencia: maestros, ferrocarrileros, telegrafistas, petroleros, electricistas, telefonistas y la creación de uniones obreras” (Ramírez, 1998). Simultáneamente, la inconformidad campesina fue creciendo hasta generar estallidos aislados en algunas regiones especialmente golpeadas por la crisis: “El sector agrícola estaba al borde del desmantelamiento debido al acaparamiento de tierras en manos de empresas extranjeras madereras, agroindustriales, de bienes raíces y de desarrollo de complejos turísticos (es la época en que comienza el desarrollo de polos turísticos como Acapulco o Cuernavaca) […] las luchas campesinas de la Central Campesina y la Unión General de Obreros y Campesinos, la irritación agrarista tras el asesinato del líder Rubén Jaramillo en 1962 y la aparición de los primeros brotes guerrilleros rurales, eran síntomas de una agitación social importante” (Ramírez, 1998).

No eran movimientos sociales de simple oposición o de disidencia interna, sino de auténtica ruptura violenta con el Estado. En este ambiente se forjaron generaciones de profesores y estudiantes universitarios que después aparecieron en 1968 en agrupaciones sociales que luchaban abiertamente contra el Estado. De esta manera, hacia 1958 se abrió en México un nuevo periodo de luchas populares: “[…] la vida política nacional daba la apariencia de paz y tranquilidad. De esa paz surgió la lucha obrera por democratizar a las instituciones del país. En 1957, los ferrocarrileros organizaron una huelga que terminaría por reconquistar la dirección de su sindicato. A ellos se unieron petroleros, telefonistas, telegrafistas, maestros, estudiantes, etc. Había agitación, mítines, paros, huelgas. Paralelamente, se desarrollaba en el campo un nuevo ascenso de luchas por la tenencia de la tierra que llevaría a numerosos grupos campesinos a abandonar las peticiones legales y a invadir las tierras haciéndose justicia por sí mismos, sobre todo en Guerrero, Oaxaca, Morelos y Chihuahua. La insurgencia cívica crecía, colmaba las calles y rebasaba los mecanismos de control social” (Scherer García y Monsiváis, 2004: 168). Para hacer frente a esta crisis social, el presidente, Adolfo López Mateos, inició una fuerte escalada represiva a partir de 1959. La intervención de las fuerzas políticas de “izquierda” en todo este proceso fue totalmente equivocada y desafortunada, no solo no apoyaron a los movimientos sociales que se manifestaban, sino que incluso los acusaron de extremistas, provocadores, ingenuos e impacientes.

Tras el gobierno de López Mateos, asumió el poder un régimen de mano dura, que no estaba dispuesto a negociar ni a conceder ante los reclamos de los movimientos sociales: “[…] apenas iniciado el gobierno de Díaz Ordaz, estallaron los movimientos huelguísticos de los telegrafistas y los médicos en 1965, iniciando una etapa de rebelión en amplios sectores de la clase media, marcando la creciente politización de la población y su voluntad de independencia frente al Estado” (Mancisidor, 1976: 96). El nuevo gobierno acabó con estos conflictos laborales mediante la represión abierta. La respuesta opositora fue una gran agitación social y política entre los sectores campesinos y estudiantiles de Guerrero, Chihuahua, Sonora, Tabasco y el Distrito Federal, además de intensos debates en una franja importante de grupos radicales que comenzaban a optar por la lucha armada. Todos estos movimientos sociales fueron combatidos a través de cuatro políticas que se aplicaban según las circunstancias: “La realización de pequeñas concesiones a los inconformes: repartos de tierras, prestaciones menores, bonos, aumentos especiales, etc. La aplicación de múltiples mecanismos de cooptación y corrupción de líderes, ofreciéndoles privilegios, dinero, tierras, bienes, puestos públicos, etc. La represión selectiva y el terrorismo limitado contra los movimientos más intransigentes: amenazas, secuestros, golpizas, encarcelamiento, despidos, atentados, asesinatos y desaparición. En casos extremos, el uso de las fuerzas policíacas y militares para reprimir abiertamente a los inconformes” (Scherer García y Monsiváis, 1999: 129-130). Esta actitud represiva fue una de las causas fundamentales de la revuelta estudiantil de 1968 y de la radicalización de amplios sectores de la sociedad.

Parte de estos sectores se rebelaron contra el orden social existente mediante formas de autodefensa y resistencia armada que terminaron declarándole la guerra al Estado. Este proceso de radicalización llevó a toda una generación de jóvenes estudiantes y campesinos a buscar cambios en el país mediante la lucha armada. Entre 1965 y 1968, aparecieron los primeros movimientos armados de ideología socialista, reivindicando los reclamos agraristas, laborales y populares que no habían sido atendidos por los regímenes posrevolucionarios: “Estos primeros movimientos armados contaban entre sus filas con dirigentes estudiantiles y luchadores sociales experimentados que habían construido previamente una importante base social de apoyo campesino” (Ibarra Hernández, 2006: 105). De esta manera, siguiendo las crónicas realizadas por Glockner (2007) y Castellanos (2007), podemos establecer que entre 1964 y 1968 surgieron grupos guerrilleros en Chihuahua, Distrito Federal, San Luis Potosí, Tamaulipas, Sonora, Guerrero, Veracruz, Sinaloa y Durango. Prácticamente todos fueron aniquilados o desmantelados. En este contexto, hacia la segunda mitad de la década de 1960, se fraguaban acciones, debates, acontecimientos que pusieron en el centro de la discusión el reformismo de los partidos tradicionales de izquierda y la posibilidad de una nueva revolución social.

MOVIMIENTO ESTUDIANTIL POPULAR DE 1968
En la historia reciente de México, el Movimiento Estudiantil Popular de 1968 es un capítulo obligado de estudio y análisis, hacerlo nos muestra que fue resultado de las luchas políticas y sociales precedentes. La movilización estudiantil en México no fue un hecho aislado, debemos inscribirla en un contexto mundial. Siguiendo la secuencia de acontecimientos presentada por Ehrenreich y Ehrenreich (1970), observamos que entre enero de 1968 y octubre de 1969 se desarrollaron 28 movimientos estudiantiles en el mundo. No había razones para esperarlos. El desempleo era bajo en todas partes, las clases medias vivían una época de bonanza, los trabajadores compraban automóviles, televisores, lavadoras, etc. Era la época de las reformas. ¿Cómo explicar entonces esta oleada de movilizaciones de protesta por parte de las clases medias, mismas que habían sido muy favorecidas en este periodo a ambos lados del Muro de Berlín? Los intelectuales liberales especulaban acerca de un supuesto “abismo generacional” que no explicaba por qué la juventud estudiantil se había sumado masivamente a la oposición en todas partes y al mismo tiempo: “[…] no tardaron en hablar de un “complot internacional”, sobre todo en pleno auge de la Guerra Fría, cuyo origen variaba de acuerdo a la posición geográfica del proponente: los gobiernos occidentales capitalistas hablaban de la “conjura comunista”; los regímenes “socialistas” insistían en la “infiltración imperialista”” (Scherer y Monsiváis, 1999: 128). La mejor explicación de este fenómeno es aportada por un exguerrillero argentino y lo hace de una manera aplastantemente simple y clara: “La rebelión existió porque preexistía una crisis” (Santucho, 2004: 59).

Es importante destacar que existía una trama económica detrás de este Movimiento. Desde 1930 la empresa petrolera anglo-holandesa Shell-BP había descubierto el gigantesco yacimiento de Poza Rica, Veracruz, que tuvo una producción acumulada de 961 millones de barriles y permitió mantener un ingreso nacional constante, suficiente para mantener el ritmo de crecimiento económico del país. Pero este yacimiento comenzó a declinar en la segunda mitad de la década de 1960:

“[…] cuando el yacimiento empezó a declinar, empezó la quiebra del modelo llamado “Desarrollo Estabilizador” basado en las petrodivisas. Dado el agotamiento de los ingresos petroleros, había que echar a andar la paraestatal oculta creada desde 1942: la narco-economía. A principios de la década de 1940 el Estado mexicano había perdido el control del tráfico de drogas hacia Estados Unidos y Europa (que demandaban grandes cantidades en el frente), y era ya controlado por grupos privados de traficantes: los cárteles. En ese contexto, el gobierno mexicano pactó una alianza político-económica con los cárteles de Sinaloa, Jalisco, Michoacán y Guanajuato. Cuando finalmente el yacimiento de Poza Rica se agotó en 1966, fue necesario sustituir las petrodivisas con narcodivisas. Pero la lucha por el control del nuevo modelo económico fracturó al grupo en el poder y el conflicto se infiltró hasta las clases medias urbanas. Los grupos de nacionalistas y de la izquierda se enfrentaron al proyecto “modernista y moderado” de los primeros cuadros del incipiente neoliberalismo mexicano. Se perfiló así el primer choque entre los advenedizos neoliberales y los “nacionalistas revolucionarios” tradicionales dentro del PRI”.
(Jiménez Cantú, 2005: 2)

Expresión de este conflicto fue el Movimiento Estudiantil Popular de 1968, que se puede definir como un movimiento insurreccional popular caracterizado fundamentalmente por la definición de un adversario común bien localizado: el Estado mexicano, sus instituciones corruptas y sus aparatos opresores-represores antidemocráticos. Este movimiento aglutinó a tres sectores sociales heterogéneos en una insólita alianza contra ese adversario Tal conglomerado de fuerzas se veía afectado por las acciones del gobierno mexicano y se vio obligado a aliarse para enfrentar al enemigo común en el poder, aunque por diferentes razones, pues tenían expectativas diferentes:

“Estaba por un lado el bloque democrático-burgués. Aquel año, México se encontraba en los inicios de una lucha sexenal por la sucesión a la Presidencia de la República; desde años antes, los elementos democrático-burgueses del propio régimen, disidentes del aparato gubernamental autoritario, reclamaban al Estado el hecho de haber dejado insatisfechas las demandas fundamentales del programa de la Revolución Mexicana. Esta corriente, pugnaba por democratizar las instituciones y para mediados de 1968 estaba en una sorda confrontación contra el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Por otra parte, estaba el bloque pequeño burgués radicalizado, formado por amplios sectores clase-medieros de la pequeña burguesía radicalizada, representada por jóvenes universitarios, profesionistas y grupos políticos de izquierda, que se integraron al movimiento por su ideología opuesta al conservadurismo reaccionario y por su rechazo al autoritarismo del bloque gobernante. Este bloque asumió la dirigencia política del movimiento y elaboró el Pliego Petitorio de Seis Puntos. Y finalmente, estaba el bloque proletario radicalizado. Se trataba de sectores sociales empobrecidos, representados por estudiantes de escasos recursos, grupos insurreccionales semiclandestinos y algunos sectores obreros y campesinos que llevaban ya algún tiempo enfrentados con el Estado. Este bloque tenía la meta de lograr un cambio social radical. Sus miembros no se volvieron líderes del movimiento, sabían que su lugar no estaba en las asambleas del CNH; no acudieron al llamado de diálogo, pero hicieron suya la calle y desde ahí hicieron suyo el trabajo político y organizativo de base, el volanteo y el contacto con las clases proletarias, a las que animaban a participar en el movimiento”.
(Castillo, 1988: 3)

Entre julio y septiembre de 1968, la insurrección popular y estudiantil se tornó incontrolable. Las brigadas estudiantiles operaban ya en las principales ciudades del país, incluyendo en su estructura a grupos de autodefensa. Comenzaban a surgir planteamientos sociopolíticos peligrosos para la élite en el poder, como el de José Revueltas respecto a la autogestión: “Revueltas proponía una idea clave: “cualquier movimiento revolucionario es socialista porque las necesidades de democracia cabal que plantean sólo pueden ser satisfechas cuando el proletariado se libere a sí mismo y a la sociedad en conjunto”; coherente con esto, propuso la autogestión académica para establecer el concepto y la práctica de la democracia cognoscitiva dentro de las Universidades. Se trataba de desarrollar el automanejo y la autodirección de las actividades académicas para construir un cogobierno universitario entre estudiantes y profesores, a fin de nutrir y desarrollar cuadros profesionales, abolir las especializaciones y evitar que las universidades estuvieran al servicio de la clase dominante. La perspectiva de la autogestión se proyectaría a las actividades productivas y a la vida social como un todo, por medio de comités y consejos populares” (Boltvinik, 2008).

Durante septiembre de 1968, los choques entre estudiantes y manifestantes, por un lado, y policías, granaderos y grupos paramilitares, por otro, se multiplicaron, ya totalmente fuera del control del gobierno y de los grupos políticos involucrados en el conflicto. La participación activa de habitantes de algunas zonas de la ciudad y de algunos sindicatos y grupos campesinos dentro del movimiento, incluso dentro de las brigadas de autodefensa contra los cuerpos policíacos y paramilitares, alarmaba enormemente al gobierno y sus aliados: “La inexistencia del Movimiento Estudiantil en los medios masivos de comunicación era una de las grandes apuestas del gobierno, hacer como que no pasaba nada, y cuando esto no funcionaba, golpear, encarcelar, asesinar. Las listas de estudiantes aprehendidos o muertos se acumulaban cada semana” (Castillo, 1988: 17). El clima de confrontación social llegó a tal grado, que el gobierno debió ordenar la ocupación militar de los campus universitarios para tratar de desarticular al Movimiento. Cuando incluso esto resultó insuficiente, se procedió a la represión a gran escala hasta desembocar en los eventos del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Tras la masacre del 2 de octubre, el movimiento estudiantil cayó en un repliegue y un marasmo profundos. Para principios de los setenta el bloque de fuerzas que dio vida al 68 estaba hecho añicos. Las fuerzas burguesas y pequeño-burguesas, pasaron a formar filas en los destacamentos de la contrainsurgencia y en la revitalización del sistema capitalista dependiente mexicano. Esta línea se mantuvo durante el resto del período presidencial de Díaz Ordaz, el cual concluyó en 1970. Cuando llegó el cambio de gobierno se hizo evidente el cambio de estrategia del sistema, aunque no de objetivo.

El control total de los medios masivos de comunicación y de las universidades, además del tremendo control ejercido por el partido hegemónico, condujeron al Estado burgués mexicano a iniciar tibias reformas de participación política que tardaron nueve años para llegar al reconocimiento de los derechos políticos de los primeros partidos políticos opositores. Las tímidas reformas políticas y los limitados avances que la economía del país experimentó, fueron dejando en el olvido las aspiraciones de bienestar y seguridad social, dándose el fenómeno de incorporación de disidentes en los sucesivos gobiernos: “En unos cuantos años de mediana democracia burguesa, la izquierda pequeñoburguesa abandonó la lucha popular, universitaria, sindical y campesina para centrarse únicamente en la lucha electoral. La ideología dio paso al oportunismo. Los líderes políticos con aspiraciones progresistas y revolucionarias fueron desplazados por mercaderes de la política, quienes se refugiaron felices en el reparto de posiciones y subsidios oficiales” (Castillo, 1988: 21). La derrota del Movimiento Estudiantil permitió al gobierno castigar a las universidades públicas: “[…] se redujeron los presupuestos, congelando sus matrículas, congelando los salarios a docentes, estableciendo categorías salariales para disminuir los salarios reales, obstaculizando y dificultando la promoción académica de los profesores para impedirles mejorar sus ingresos, propiciando que muchos excelentes profesores abandonaran la docencia y ocupando esas plazas profesores mediocres y dóciles, incondicionales del sistema” (Gómora, 2005). La lucha sindical, los movimientos de masas, el trabajo de cooperativas en el campo, las drogas, el suicidio, la lucha ecologista, la titulación y el trabajo profesional, las universidades, la coerción, la cooptación gubernamental, llevaron a muchos a militar incluso en las filas del partido oficial, para solapar en el futuro inmediato al sistema de poder, a la desigualdad socioeconómica, a la corrupción, a los fraudes:

“Los analistas oficiales solo hablan de la masacre de Tlatelolco, del “espíritu jovial de relajo” que supuestamente guiaba al movimiento y de las Reformas Políticas “logradas”. ¿Y la organización celular en brigadas y comités?, ¿y la autogestión organizativa?, ¿y la autodefensa? De eso nada. Esas cosas no pasaron. Todo es presentado casi como el preludio o la preparación para aquella tarde de ignominia en Tlatelolco y luego llegó el día glorioso del triunfo póstumo del movimiento. El Movimiento Estudiantil Popular de 1968 ciertamente fue un parteaguas en la historia contemporánea del país, pero no por la creación de una izquierda partidista, “democrática”, electorera, oficial, domesticada; sino por el legado ideológico y organizativo, por la síntesis de sus propuestas prácticas: (a) La toma de conciencia colectiva acerca de la necesidad de un cambio político y socioeconómico, así como de la existencia de un enemigo histórico en el poder.
(b) Asumió, como actividad fundamental, la lucha por la democracia y el cambio social, pero ejercida directamente en las bases sociales y no “solicitándola” al sistema de poder a través de corruptos “representantes”.
(c) La comprobada efectividad de las tácticas organizativas celulares autónomas desarrolladas para enfrentar al sistema y para construir un poder popular independiente y paralelo. Se demostró en los hechos que es posible formar redes civiles y sociales funcionales fuera del sistema de control político y socioeconómico ejercido desde el poder”.
(Castillo, 1988: 23).

El movimiento del 68 generó una real toma de conciencia de los explotados en relación con sus explotadores y mostró posibilidades y formas de organización efectiva. Ello, unido a la indignación por el asesinato de algunos de sus líderes, amenazó con rebasar al gobierno. Estas formas de lucha resultaron peligrosas para la élite en el poder, y eficientes para la sociedad, por eso los gobiernos del momento y sus intelectuales no escatimaron esfuerzos para destruir esta valiosa aportación transformadora. Durante años golpearon a la verdadera oposición hasta liquidar la memoria histórica. Cuarenta años después, la corrupción generada y generalizada ha producido un grupo selecto de hombres que figuran entre los más ricos del mundo y ha sumido en la miseria a más de la mitad de la población mexicana. Frente a tan monstruosa desigualdad, ¿qué objetivos comunes, qué comunidad de intereses alentaría a la sociedad para "luchar hombro con hombro"?

MOVIMIENTOS SOCIALES DESPUES DEL 68
Entre 1969 y 1985 se dio una etapa de endurecimiento del Estado contra la disidencia y de fractura política del bloque social gobernante por la llamada “tecnocratización” neoliberal del gobierno. La clase política dejó de ser reactiva ante las muestras de inconformidad y organizó una ofensiva violenta radical para liquidar los brotes de descontento. Muchos grupos sociales decidieron abandonar los canales institucionales y pasaron a una verdadera guerra contra el Estado. Desde luego, la respuesta estatal fue también violenta. Luego de la represión contra el movimiento de 1968, las movilizaciones estudiantiles universitarias decayeron notablemente, pero otros sectores sociales incrementaron su actividad política opositora, sumándose incluso nuevos contingentes a los movimientos sociales tradicionales: “México 68 significó una sacudida para la población civil que hizo brotar sobre todo inquietudes, nacen con ellas las inconformidades constantes de cientos de miles de voces que se hacen presentes hasta nuestros días. […] Desde el principio se asumió la pluralidad que genera la existencia de necesidades y estrategias diferentes […]” (Lizárraga, 2003: 27).

No es posible marcar una línea divisoria clara entre los grupos propiamente armados y las organizaciones populares activas que enarbolaron reivindicaciones agrarias o sindicales. Podríamos hablar de tres grandes tipos de movimientos sociales: los sectores radicales (campesinos y estudiantiles) que intensificaron su confrontación violenta contra el Estado mexicano a través de grupos armados, los sectores sociales (ciudadanos y sindicales, urbanos todos ellos) que ejercieron sus derechos de facto a través de movilizaciones y resistencia civil, y los sectores sociales emergentes (mujeres y colectivos en defensa de la diversidad sexual, también en un contexto urbano) que iniciaron movilizaciones en demanda de respeto a sus legítimos derechos. Cada tipo de movimiento social aplicaba estrategias y tácticas de presión distintas y de manera independiente. Esta focalización, esta atomización, esta desunión, esta descoordinación, permitió al Estado mexicano enfrentar exitosamente la ola de protestas y movilizaciones contestatarias y reivindicativas. Sin embargo, terminada la fase de represión, los gobiernos priístas se encontraban debilitados, de tal manera que el relevo presidencial de 1982 dio un giro hacia la tecnocratización neoliberal del Estado mexicano con Miguel de la Madrid. En este contexto tan desfavorable ocurrieron dos situaciones que afectan directamente nuestra realidad social actual:

“[…] (1) la degradación de las fuerzas represivas que habían aplastado a la guerrilla y a la disidencia contestataria ya era inocultable e inmanejable; presionado por este hecho, el nuevo gobierno desarticuló en 1982 el aparato de seguridad contrainsurgente. Los agentes desmovilizados se dedicaron desde entonces a la protección del narcotráfico. (2) La crisis estructural sufrida por el Estado mexicano desde 1983 y la implantación de los postulados neoliberales en el país, generaron dos dinámicas opuestas que fracturaron al Estado mismo: por un lado, la aplicación a rajatabla del proyecto neoliberal provocó enorme inconformidad en la sociedad mexicana, así como la fractura del bloque político-burocrático gobernante, y por otro, la élite empresarial incrementó su participación directa en la política nacional, conquistando posiciones cada vez más elevadas dentro de la jerarquía de poder, con el fin de garantizar la aplicación del modelo neoliberal conservador.”
(Ramírez, 1998)

Ahora es evidente que el régimen posrevolucionario enfrentó, entre 1956 y 1985, un singular escenario de insurgencia social (desde huelgas y manifestaciones hasta una incipiente violencia armada) que no encontró en el partido hegemónico de Estado permeabilidad alguna, sino rechazo y respuestas autoritarias y represivas, por lo que fue incapaz de entender, y menos aún asimilar, a estos amplios movimientos sociales. Ramírez (1998) enlista cuando menos 6 factores que explican este proceso: “(1) La debilidad ideológica del partido de Estado al abandonar la definición clasista y popular, y buscar alianzas con el sector empresarial para mantener el crecimiento económico a toda costa. (2) Paradójicamente, este desarrollo económico, de naturaleza industrial, amplió las posibilidades del sindicalismo y, con ello, aumentó la base obrera. Aunque se intentó controlar este proceso a través del corporativismo oficial, no pudo evitarse una toma de conciencia gradual del proletariado urbano frente al endurecimiento empresarial. (3) El avance de las ideologías progresistas e izquierdistas a la sombra de los procesos revolucionarios en el mundo, especialmente por la influencia del triunfo de la Revolución Cubana. (4) Los efectos de la confrontación entre EEUU y URSS en la llamada “Guerra Fría” llegaron a México, subordinando paulatinamente la actuación de los cuerpos de opresión, seguridad y represión a los dictados de la seguridad nacional de EEUU. (5) Sin la disciplina militar de los primeros tiempos, y a pesar de la existencia de un espacio político de negociación, la lucha política por los puestos públicos se salió de los acuerdos grupales preestablecidos, generando violentas pugnas por el poder. (6) La falta de legitimidad política y social llevó al sistema político a buscar una cobertura legal contra las predecibles expresiones de inconformidad, instaurando una autoritarismo absoluto.”

Movimientos radicales
La represión al movimiento de 1968 constituyó un referente nítido para muchas organizaciones obreras, campesinas y estudiantiles indicando que la lucha no podía ser pacífica: “El Estado se había mostrado intolerante ante las manifestaciones de protesta e inconformidad social; con ambas masacres había hecho saber a todos el destino real de las luchas populares: resignarse a la brutal represión y a la masacre, o intentar el recurso de la vía armada” (Montemayor, 2007, 24). En este contexto, la juventud estudiantil entró en una fase de radicalización que originó acciones de autodefensa y violencia revolucionaria insurreccional contra los aparatos de represión del Estado, empeñado en perseguir, encarcelar, secuestrar, desaparecer y asesinar a opositores políticos, activistas y luchadores sociales. Bajo tales circunstancias, aparecieron y se desarrollaron grupos armados político-militares que declararon abiertamente la guerra al Estado:

“Podríamos distinguir dos principales tipos de movimientos armados: los que se originaron y se asentaron en zonas primordialmente campesinas (guerrillas rurales) y aquellos que se asentaron y originaron en ciudades importantes y capitales de estados (guerrillas urbanas). La dinámica de estos movimientos fue distinta: las guerrillas urbanas se nutrieron de cuadros juveniles con una sólida formación ideológica, de tendencias sectarias que impidieron la formación de un frente nacional y sin bases sociales de sustentación consistentes. Las guerrillas rurales, en cambio, se conformaban con cuadros provenientes de comunidades campesinas, donde los lazos familiares actuaron como un poderoso factor cohesivo que suplió la falta de preparación ideológica y proveyó de una sólida base de sustentación social que los encubrió, protegió y sostuvo; así, por ejemplo, la guerrilla guerrerense del Partido de los Pobres (PdlP), que actuó entre 1967 y 1974, solo pudo ser aplastada luego de 7 años de enfrentamiento militar, pero se requirieron 6 años más, hasta 1980, de acoso policíaco-militar a las comunidades campesinas para desmantelar las bases de apoyo social a la guerrilla.”
(Montemayor, 1997: 78-79)

De acuerdo a Glockner (2007) y Castellanos (2007), entre 1971 y 1978 aparecieron varias guerrillas urbanas en Jalisco, Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua, México, Distrito Federal y Oaxaca. También surgieron guerrillas rurales en Guerrero, Durango, Aguascalientes, Morelos, Hidalgo, Veracruz y Oaxaca. Hubo un importante intento por coordinar esta efervescencia político-militar opositora: “[…] en el transcurso, se intento crear una sola coordinación nacional unificada de los diferentes grupos guerrilleros, tanto urbanos como rurales. En el otoño de 1972 se iniciaron los acercamientos entre las diversas dirigencias guerrilleras, pero resultó imposible unificar las guerrillas urbanas con la guerrilla rural: los objetivos, la táctica, la estrategia y la ideología entre ambos tipos de organizaciones político-militares estaban demasiado alejadas entre sí” (Ibarra Chávez, 2006: 107). Además había limitantes importantes: “Las dirigencias de los nuevos núcleos armados clandestinos carecían de experiencia política y militar, razón por lo cual contaron con un apoyo social muy limitado. Por otra parte, para entonces ya se había constituido un aparato policíaco-militar con adiestramiento especializado, impartido en el extranjero, para afrontar esta lucha con técnicas de contrainsurgencia” (Ibarra Chávez, 2006: 106).

Para finales de la década de los setentas, la mayoría de las organizaciones guerrilleras rurales y urbanas habían sido fuertemente golpeadas o desmanteladas. Las causas de esta derrota son múltiples: “[…] la brutal represión lanzada por el Estado (la “Guerra Sucia”); la profesionalización de los cuerpos de seguridad en la lucha contrainsurgente y antiguerrillera, recibida en Estados Unidos; la actuación diferencial del Estado ante estos grupos: ante las guerrillas con amplia base social, realizó obras de beneficio social para satisfacer las necesidades más apremiantes de las poblaciones. Con los grupos pequeños y aislados, se utilizó la represión abierta y la aniquilación” (Montemayor, 2007: 84). Pero también es necesario señalar que la derrota se originó en las limitaciones de estos grupos: “[…] el militarismo en que incurrieron, el sectarismo ante otras formas de lucha social, el aislamiento en que se sumieron frente a los movimientos de masas, el voluntarismo, la pasión antepuesta a la razón, la falta de discusión política y autocrítica que dio paso a análisis subjetivos de la realidad, y la inexperiencia política previa tanto de las dirigencias como de los militantes” (Ibarra Chávez, 2006: 112). Las población del país, que supuestamente debería reaccionar frente a las acciones guerrilleras con una toma de conciencia acerca de la naturaleza del Estado mexicano, con movilizaciones o con cualquier acción revolucionaria, no respondió conforme al planteamiento de los grupos armados. Dado el aislamiento de estos grupos y el carácter clandestino de sus actividades, las masas permanecieron inmóviles e indiferentes, pues no existía vínculo alguno entre los guerrilleros y la ciudadanía.

Movimientos de resistencia civil
Para otros movimientos sociales, el Movimiento Estudiantil Popular de 1968 constituyó el fin de un ciclo de movilizaciones populares y de izquierda, así como el inicio de una nueva etapa: “La primera mitad de la década de los setentas estuvo marcada por el impacto ideológico y cultural del desenlace del movimiento del 68; se caracterizó, además, por un significativo trastocamiento de las relaciones políticas de la sociedad mexicana, […] provocando la fractura de la unidad burocrática y la reedición del populismo cardenista, […] abriendo el espacio a la movilización y la lucha de otros sectores populares” (Moguel, 1987: 24-25). Durante la primera mitad de la década de 1970, los movimientos sociales iniciaron un proceso de reciclaje y diversificación, si bien sus demandas no variaron de aquellas históricamente reconocidas (mejor calidad de vida, mejoras laborales, reparto de tierras, democracia, autonomía): “Aparece un nuevo y pujante movimiento campesino nacional e independiente del Estado, y de sus mecanismos tradicionales de control, en lucha por la tierra y la democracia; surgen las luchas urbano-populares de los “paracaidistas” o posesionarios en un inédito movimiento social de gran envergadura en las principales ciudades del país; los estudiantes reencauzan su movimiento vinculándolo masivamente con movimientos emergentes; y se abre un nuevo ciclo de movilizaciones obreras pugnando por la democracia sindical y la redefinición del desarrollo económico” (Moguel, 1987: 25).

Esta serie de conflictos entre Estado y sociedad detonó en una incontenible crisis política que coincidió con el total desgaste del modelo económico: “Esta época marca el inicio de una crisis económica de largo alcance que obligó al Estado a adecuar su retórica de dominio hacia el populismo, mientras que, simultáneamente, desarrollaba una guerra de baja intensidad (lo que hoy es conocido como la Guerra Sucia), que consistió en asesinatos y desapariciones de miles de ciudadanos que hasta la fecha permanecen impunes” (Cockcroff, 2001: 179). En este contexto, el Estado mexicano desplegó una táctica de golpeo contra los sectores populares contestatarios: “[…] la represión se extendió significativamente sobre todos los movimientos en desarrollo, pero se concentró en la aniquilación de la corriente democrática sindical de los trabajadores. Con esta labor dual, fue encontrando el antídoto, a tal grado que para 1976 había anulado los frutos del 68” (Moguel, 1987: 26). El Estado realizó un trabajo sutil: después de la represión abierta, se cubrió el flanco de la legitimidad: “Esta labor múltiple logró destruir a las izquierdas genuinas, las convirtió en organizaciones donde la conciencia de cambio, de enemigo y la táctica de la organización civil habían sido sustituidas por el regreso al paradigma de las elecciones con partidos controlados por el sistema” (Castillo, 1988: 21). Estas organizaciones, en cuya dirección tenían parte destacada los disidentes colaboracionistas del movimiento de 1968 y de los grupos guerrilleros vencidos, ya no representaban peligro alguno para el Estado, así que en la llamada Reforma Política realizada en 1977, ya siendo presidente José López Portillo, se les otorgó registro oficial.

La desarticulación política del movimiento sindical democratizador y la represión de otros movimientos sociales coincidió con un relanzamiento de una variante del modelo de “Desarrollo Estabilizador: “hacia 1977 el gobierno mexicano anunció nuevos descubrimientos petroleros (el mega yacimiento de Cantarell) que permitirían el desarrollo del país con base en la explotación de los hidrocarburos, pero financiado con desproporcionados préstamos internacionales” (Cockcroff, 2001: 181). Ocurrió así un intenso proceso de reestructuración de las relaciones de clase en la sociedad mexicana, así como un predominio hegemónico del sector monopólico-financiero de la burguesía dentro de la élite en el poder. Se cerró así el ciclo ofensivo sindical de mayor envergadura desde finales de la década de 1950: “a partir de 1976-1977 los movimientos sociales entraron en una nueva y larga etapa defensiva y de repliegue, imposibilitados para neutralizar los efectos del nuevo y pujante proceso de reestructuración capitalista que encuentra en la disminución histórica de la remuneración salarial y de los niveles de vida de los trabajadores una veta preciosa para su impulso y desarrollo” (Moguel, 1987: 27). Al mismo tiempo, la clase media encontró un respiro en la caída de sus niveles de vida y recuperó parte de sus posiciones perdidas en los 10 años previos. “A partir de este momento, los movimientos sociales tendrán dos rasgos distintivos: la debilidad de sus ejes sociales y políticos básicos de convocatoria y de articulación en la lucha global contra el Estado, y el carácter desconcentrado de su desarrollo, abierto sobre ejes programáticos reivindicativos orientados a objetivos regionales, sectoriales o corporativos” (Moguel, 1987: 27).

Hacia 1982 la situación giró bruscamente al estallar la crisis estructural del capitalismo mexicano y sobrevenir el colapso económico: “Las empresas paraestatales despilfarraban y perdían grandes cantidades de dinero. […] Ni la exportación de petróleo, ni el incremento en la recaudación fiscal, ni la impresión de más moneda bastaban para cubrir los exorbitantes gastos de la maquinaria oficial, mientras la deuda externa se incrementaba y la inflación seguía carcomiendo el poder adquisitivo de la población. […] El derroche de la riqueza pública en suntuosas e inútiles actividades gubernamentales era marcado. […] Finalmente sobrevino la bancarrota del Estado mexicano al no poder pagar los intereses de la deuda externa y ante el agotamiento de las reservas de divisas del Banco de México […]” (Cockcroff, 2001: 187 - 191). Los sectores dominantes dentro de la burguesía mexicana iniciaron entre sí un violento enfrentamiento por mantener, ahondar o modificar las opciones del cambio estructural requerido por el país. Ante tal esquema de desastre económico nacional, las movilizaciones sociales adquirieron un vigoroso impulso que culminó con las movilizaciones huelguísticas en la segunda mitad de 1983 (el Primer Paro Cívico Nacional) y la primera mitad de 1984, pero siempre en condiciones defensivas: “[…] la coyuntura abierta de lucha y movilizaciones, registró un creciente descontento social y un gradual endurecimiento de la oligarquía que no se había observado desde principios de los setentas” (Moguel, 1987: 50-51). El Estado echó mano entonces del corporativismo para desarticular y replegar políticamente a las fuerzas de izquierda dominantes en el movimiento sindical, abriendo una nueva etapa represiva selectivamente violenta.

Ante la evidente situación de crisis económica existente en México, el sector empresarial pugnó por una nueva conducción de la economía, que sería implementada a partir del gobierno de Miguel de la Madrid, pronunciándose por el establecimiento de la llamada “economía social de mercado” (neoliberalismo), orientado a modificar las formas de relación entre el Estado y la sociedad, con la finalidad de alcanzar mayores privilegios e incluso escalar posiciones importantes en la estructura del poder político: “[…] se daba fin al nacionalismo económico, terminaba la actuación del Estado socialmente benefactor, se preservaba la libre competencia, se eliminaban los controles de precios y se pugnaba por la eliminación de la lucha de clases” (García Martínez, García Ramírez, Medina González, et al, 2002: 548). A mediados de 1985, el gobierno mexicano se comprometió con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial a iniciar un proceso de privatizaciones como condición para recibir más préstamos. No hubo crecimiento económico y bajaron aceleradamente los niveles de vida en general. En medio de esta situación, los movimientos sociales se replegaron frente a una intensa ofensiva política y represiva gubernamental, iniciándose un largo periodo de crisis y desarticulación de los núcleos y movimientos sociales: “[…] todo nuevo intento de avance general se agotó rápidamente, imponiéndose la línea de desconcentración y repliegue, división interna y estancamiento […]; paradójicamente, la crisis del capitalismo ha determinado la crisis de los movimientos sociales, desplegándose como una crisis orgánica: de crecimiento, de vinculación, de formas y mecanismos de gestión y decisión […]” (Moguel, 1987: 60-61).

Hacia fines de la década de 1980, la aplicación del modelo neoliberal en México generó una coyuntura que amenazaba con fragmentar al Estado mexicano: “El agravamiento de la crisis y la aplicación del neoliberalismo generó un alto grado de inconformidad social, resultando en la emergencia de una sociedad más combativa frente a un régimen caduco caracterizado por el autoritarismo y el predominio del partido oficial. Hacia 1988, dentro de dicho partido, apareció una corriente nacionalista opuesta al neoliberalismo que terminó por fragmentarlo. El PRI dejó de ser el partido hegemónico del país. Simultáneamente, la élite empresarial del Norte y del Bajío, defensores a ultranza del modelo neoliberal, incrementaron su participación política dentro de la oposición “derechista” (el PAN), escalando puestos y posiciones dentro de la estructura del Estado mexicano, con la finalidad de defender y profundizar sus privilegios y sus propuestas” (García Martínez, García Ramírez, Medina González, et al, 2002: 550). En este contexto de confrontación generalizada se realizaron las nuevas elecciones en 1988, cuyo resultado fue impugnado tanto por nacionalistas como por empresarios, así como por buena parte de la sociedad. Sin embargo, resultó impuesto, a través de un fraude electoral, el nuevo presidente, Carlos Salinas de Gortari. En algunas comunidades rurales marginadas del Bajío y el Occidente del país se propuso la vía armada para oponerse a dicha imposición, pero su llamado no tuvo respuesta nacional y se apagó con rapidez. Sin embargo, la inconformidad social estaba presente y era patente que lo único que impedía su estallido eran las condiciones objetivas imperantes.

Movimientos emergentes
Como se apuntó anteriormente, tras el movimiento del 68, una enorme cantidad de grupos de activismo social, político y cultural intentaron, sin mucho éxito, construir una coordinación para defender las autonomías y lograr la liberación social, en un sentido más amplio; así como para oponerse a las continuas, arbitrarias y elitistas políticas sociales, económicas y culturales impuestas desde el Estado mexicano. En este contexto, dos sectores amplios destacaron al iniciar sendos movimientos pugnando por el reconocimiento jurídico y práctico de sus derechos e intereses: las mujeres y la comunidad de diversidad sexual. En el primer caso, la cultura occidental, de naturaleza clasista y patriarcal, aplicaba como norma natural la exclusión femenina: “Se considera a las mujeres excluidas del orden social y de la historia, por el lugar inferior que han ocupado siempre y por integrar un género (el género femenino), categoría que es natural, no sociocultural (el mito de la llamada “naturaleza femenina”), y que carece de valor histórico” (Lagarde, 1992: 225). Al visualizar a las mujeres como entes naturales no históricos o, cuando mucho, como objetos en la historia, quedaron automáticamente definidas como minoría política dentro del Estado, carente de expresión jurídico-política: “El Estado mismo es ambiguo respecto a las mujeres: por un lado impulsa y ejecuta procesos de desestructuración patriarcal de las mujeres, y por otro, simultáneamente, crea los espacios sociopolíticos que permiten la reproducción de su condición patriarcal. Para las mujeres, el Estado es contradictorio: libertario y opresivo. Pero es claro que las incluye y lo que le ocurra les atañe” (Lagarde, 1992: 227). Al detonar los movimientos sociales radicales, especialmente tras la represión del Movimiento Estudiantil Popular de 1968 y la radicalización de grupos político-militares clandestinos en las ciudades, las mujeres encontraron una vía de expresión y participación social y política que no habían tenido desde la Revolución:

“Para las mujeres de finales de los sesentas y principios de setentas, la vida revolucionaria no solo significaba participar en política, era plenamente libertaria, en todos los sentidos. […] Sus edades oscilaban entre los 17 y los 25 años. […] De un día para otro, estas adolescentes habían renunciado a estudios, amistades y familia, rompiendo con el yugo paterno, para entrar a la clandestinidad. […] El mundo occidental vivía una oleada feminista en la que el centro de los debates era la revolución sexual y la división sexual del trabajo. […] En el arranque, pocas mujeres formaban parte de la dirección de estas organizaciones, en su mayoría colaboraban en actividades de propaganda, agitación, educación, discusión política, enlace, coordinación regional y como combatientes. […] Conforme el embate represivo se fue haciendo más feroz, la presencia femenina aumentó hasta llegar a cargos de dirección nacional […], desempeñando actividades de mayor riesgo, mientras se multiplicaban sus aprehensiones y muertes”.
(Castellanos, 2007: 209-210, 263-264)

Dentro de las concesiones arrancadas al Estado a finales de la década de 1970, se encontraba la igualdad jurídica entre hombres y mujeres, y la derogación de leyes que prohibían la promoción y venta de anticonceptivos. A raíz de estas concesiones, la sociedad mexicana patriarcal comenzó a experimentar alteraciones al reconocerse la identidad de las mujeres, la naturaleza y el valor de sus relaciones sociales y las redes políticas que las organizan: “Se han modificado la sexualidad, la ética, las representaciones, el lenguaje y la subjetividad en torno a la feminidad y lo femenino” (Lagarde, 1992: 232). La conciencia social acerca de la necesidad del progreso de las mujeres como condición para el progreso social conjunto se fue transformando en prioridad nacional debido a una combinación de circunstancias: “(1) La entrada del país al desarrollo “modernizador y democrático”, exigido internacionalmente como condición de apoyo y ayuda económica; (2) el desarrollo mismo de la democracia burguesa en México, al permitir la educación y profesionalización femenina; y (3) el cambio (aunque parcial) del contenido patriarcal de la ética social, influido por las corrientes feministas externas” (Lagarde, 1992: 233).

En el caso de los colectivos defensores de la diversidad sexual, la situación es dramáticamente distinta, aunque inextricablemente unida al proceso del movimiento feminista mexicano. El carácter patriarcal y clasista del Estado mexicano (y de la sociedad mexicana, en su conjunto) se exacerba frente a la homosexualidad, la bisexualidad, o cualquier otra forma de expresión de la diversidad sexual humana. Si a las mujeres se les considera inferiores, a los colectivos humanos practicantes de otras formas de sexualidad se les niega toda existencia. Si las mujeres son reconocidas, al menos, como objetos en la historia, los homosexuales, bisexuales, etc., simplemente no tienen cabida en la historia. Si las mujeres constituyen una minoría política dentro del Estado, las comunidades defensoras de la diversidad sexual no llegan siquiera a eso. Esta situación se reflejó incluso al interior de los movimientos sociales más radicales: “Dentro de estas organizaciones nunca trascendió un caso de homosexualidad o bisexualidad, ni siquiera se plantearon la posibilidad de esas opciones. Se entendía que los revolucionarios “eran muy machos” o “muy machas”, y algunos probaban tal aseveración mostrando un aire temerario, intrépido, atrevido, seductor, que ocasionó no pocos problemas internos, así como muchas aprehensiones y muertes carentes de sentido” (Castellanos, 2007: 210). El movimiento de 1968, al impugnar, entre muchas otras cosas, la producción elitista del conocimiento científico al servicio de una sociedad racista, clasista, sexista y normalizante, abrió la posibilidad de discutir la diversidad sexual sin la etiqueta de “perversión contranatura”. No obstante, serían las concesiones, bastante menores, que hizo el Estado a las mujeres a finales de la década de 1970, las que impactaron profundamente en el desarrollo del movimiento por la diversidad sexual:

“[…] el México analfabeto fue un elemento más en la problemática social. El movimiento por la diversidad sexual en México no logró en ese entonces programar y llevar a cabo con eficacia planes de trabajo que subsanaran una falta de discurso reivindicativo. […] Los grupos crecían numéricamente con rapidez, y constantemente se tenía que comenzar de nuevo. […] El movimiento por la liberación de la diversidad sexual en México vivió al día, dividiéndose y aislándose en innumerables grupos […] La incomunicación redundó en pugnas abismales entre estos grupos […] Sin embargo, hubo un avance colectivo importante: perder el miedo a la palabra en el espacio abierto y público”.
(Lizárraga, 2003: 57-60)

Sería, una vez más, un evento internacional, externo, el que cambiaría el desarrollo de este movimiento: el inicio, a mediados de la década de 1980, de la pandemia global del Síndrome de Inmuno-Deficiencia Adquirida (SIDA), provocado por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). En un primer momento, se difundió la falsa idea de que era una enfermedad propia de practicantes de variantes de la sexualidad humana no aceptadas socialmente, lo cual cargó sobre estas comunidades un doble escarnio: por un lado, eran “raros” y, por otro, culpables de la “desgracia ajena”. Incluso hubo conatos de criminalización en su contra. Conforme los datos técnicos y científicos fueron fluyendo, quedó demostrado que esta afirmación tenía claros tintes discriminatorios y excluyentes. Así, desde finales de la década de 1980, y sobre todo durante la década de 1990, se desarrolló a nivel mundial un amplio movimiento en defensa de los derechos de estos colectivos, lo cual posibilitó un impulso inédito al movimiento por la diversidad sexual en México.

Etapa neoliberal: la destrucción del Estado y los movimientos sociales
La quiebra del Estado mexicano a mediados de la década de 1980, dejó al país totalmente inerme ante las exigencias de la burguesía mundial y las imposiciones de la burguesía nacional. La situación se agravó considerablemente con el derrumbe económico del bloque “socialista” de Europa Oriental y la extinción de la URSS en 1991. Al finalizar la “Guerra Fría” con el triunfo del modelo capitalista burgués occidentalizado (“democrático”, “de libre mercado”, “defensor de los derechos humanos”), hegemonizado por los EEUU, las condiciones globales cambiaron drásticamente. México se vio completamente sometido a los dictados de los vencedores, expresados a través de organismos internacionales de asistencia económica (FMI y BM): “Con la aceptación de México al Acuerdo General sobre Aranceles (GATT) en 1986, la práctica del libre mercado indiscriminado se puso en práctica como modelo económico nacional; esto se profundizó con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1992. La modernización económica del país basada en la globalización y el neoliberalismo ha provocado: desindustrialización nacional, decrecimiento del mercado nacional, profundización de la crisis agropecuaria, aumento de la dependencia alimentaria, disminución de las fuentes de empleo, incremento de la deuda externa, declive pronunciado del poder adquisitivo salarial, entrega acelerada de recursos fundamentales de la Nación (agricultura, biodiversidad, minería, energéticos y recursos hídricos) a capitales monopólicos transnacionales de origen extranjero” (Cockcroff, 2001: 351). La firma del TLCAN subordinó por completo a la economía mexicana a las inversiones extranjeras, iniciando un acelerado proceso de desmantelamiento del Estado y privatización en todas las ramas de la economía y de la seguridad social.

Lógicamente, la inconformidad social alcanzó grados pocas veces vistos. Prácticamente todos los movimientos sociales se vieron dinamizados por esta agitación social: apenas iniciado 1994, mientras entraba en vigor el TLCAN, estalló en Chiapas el levantamiento armado campesino e indígena del EZLN, las movilizaciones ciudadanas de apoyo a los indígenas campesinos en las ciudades, particularmente en el Distrito Federal, obligaron al Estado mexicano a negociar una tregua con los rebeldes chiapanecos (tregua que se mantiene hasta hoy, aunque cada vez con menor certidumbre). Dos años después, en 1996, como resultado de nuevas masacres contra campesinos inconformes, aparecieron nuevos grupos político-militares clandestinos (EPR, ERPI, FARP, TDR-EP) formados a partir de los núcleos guerrilleros sobrevivientes de la década de 1970. Estos movimientos radicales no han variado esencialmente su postura: el Estado mexicano es una estructura controlada por una élite oligárquica aliada a intereses extranjeros y no responde a las necesidades e intereses de la sociedad mexicana, por lo tanto es necesario arrebatar el control del Estado a dicha élite y utilizar su estructura para cambiar radicalmente al país. Esto implica, consecuentemente, una nueva revolución social violenta.

Los movimientos de resistencia civil han sufrido suertes variadas. Los movimientos sindicalistas de trabajadores y obreros permanecen en su letargo, su repliegue, su división interna y su estancamiento. Los movimientos urbanos populares se convirtieron en grupos de choque y presión de facciones políticas con el fin de lograr objetivos políticos inmediatos y personales de las dirigencias, entraron así a una dinámica de corporativismo y clientelismo político que ha ido desvirtuando sus objetivos y estrategias. Los burócratas siguen estando controlados por el corporativismo estatal. Los campesinos mantienen luchas agrarias frente al nuevo despojo neoliberal, pero aún no han integrado una organización amplia, nacional e incluyente capaz de enfrentar exitosamente al Estado y a sus aliados internos y externos.

En cuanto a los movimientos emergentes, la destrucción de economías y sociedades comunitarias y de reparto anuló muchos avances en el desarrollo del movimiento feminista mexicano, eliminándose buena parte del modelo de democratización limitada de la mujer. Las mujeres han modificado sus lenguajes (corporales, verbales, visuales), sus valores, sus normas y su comportamiento. Ha conquistado la categoría de ciudadana con base en múltiples luchas y debates sociales, políticos, económicos y culturales. Sin embargo, […] “su participación política formal es minoritaria y limitada como base de apoyo en procesos de poder masculinos. Siguen siendo las grandes perdedoras en la competencia socioeconómica frente a los hombres. Han sido las primeras víctimas en los procesos políticos fraudulentos, eliminando sus derechos políticos de facto. Lo mismo ocurre cuando se aplican mecanismos de control social y represión en contra de movimientos sociales contestatarios en los últimos años. Muchas mujeres recién integradas son enajenadas de la política. Aquellas que obtienen algún cargo o alguna posición política se asimilan a las formas masculinas de ejercer el poder, sometidas patriarcalmente a los hombres y a los poderes de su mundo” (Lagarde, 1992: 235). El caso de los movimientos por la defensa de la diversidad sexual es paradigmático: a raíz del auge mundial de la defensa de los derechos humanos al finalizar la Guerra Fría, declaran que su lucha pertenece a tal esfera. Ante la imposibilidad de parar al movimiento y requiriendo una bandera de legitimación ante una sociedad irritada, el Estado ha dado concesiones a este movimiento con el fin específico de manipularlo y presentarse con una fachada de modernización, apertura, democracia, como antes lo hiciera con el movimiento feminista.

CONCLUSIÓN: AQUÍ Y AHORA… ¿Y DESPUÉS…?

“Los movimientos sociales en México no solo nacieron dispersos, sino que han permanecido así, auto engañándose en una infértil búsqueda de coordinación y cooperación mutua […]”
Xabier Lizárraga

La distribución del ingreso en México sigue siendo una de las más desiguales en el mundo. Se calcula que el 10% de la población económicamente activa percibe el 46% del Producto Nacional, en tanto que el 60% de esta población solo percibe el 26% del Producto Nacional. Por cada familia rica hay 21 familias marginadas. En las zonas rurales, la pobreza no se ha incrementado, pero en las ciudades el incremento de la miseria ha sido enorme; además, las zonas más marginadas del país son áreas serranas rurales y las zonas menos marginadas se ubican dentro de las grandes ciudades (Distrito Federal y Monterrey). Los regímenes del México posrevolucionario han tendido a institucionalizar la desigualdad y la miseria. Las políticas sociales aplicadas han sido limitadas y focalizadas, debilitando el concepto de ciudadanía (pues no constituyen un derecho, sino un favor), facilitando la manipulación de algunos movimientos sociales y la represión sistemática del resto. La evidente incapacidad de atender las demandas sociales, alienta la actuación de movimientos reivindicativos, e incluso contestatarios, que naturalmente desarrollan acciones autónomas. Esta autonomía es, de hecho, un riesgo para la conservación del poder en manos de una élite oligárquica burguesa, por lo que continuamente busca mecanismos para controlar, mediatizar o reprimir a los movimientos sociales, desactivando su potencial revolucionario. Con los regímenes neoliberales implantados (incluso por medio del fraude electoral en 1988 y en 2006) desde 1983, México ha retomado la condición que tenía 100 años antes, bajo la dictadura porfirista.

Ahora vivimos en un país más complejo y fragmentado: “[…] se acabó el país del partido único y de la oposición inexistente, de la exclusividad católica, del corporativismo social tradicional y del monolitismo informativo. Si algo ha cambiado durante los años de crisis han sido los perfiles de los actores sociales, su relación con el Estado y la dinámica de los movimientos sociales” (Alonso, Aziz-Nassif y Tamayo, 1992: 10). Los trabajadores han dejado de ser masas organizadas en poderosas corporaciones que aseguraban el poder del Estado y de su partido hegemónico a cambio de seguridad social y un salario remunerador; los campesinos ya no son la figura mítica de la Revolución, ahora son emigrantes que dejan la vida intentando pasar hacia EEUU con la finalidad de sobrevivir, mientras el campo representa la mayor quiebra del corporativismo oficial; hoy existen docenas de instituciones agrarias independientes del Estado pero la posibilidad del reparto de tierras se agotó frente al descarado acaparamiento de las grandes transnacionales agroindustriales; los indígenas siguen siendo un problema para el Estado, entre la integración y la autonomía no se termina de resolver el conflicto; los intelectuales se han fragmentado entre los que se distancian del Estado y lo critican, y los que se han integrado a él y han decidido cooperar, en una nueva versión del escenario post-1968; las mujeres han consolidado su protagonismo social a la sombra del apoyo estatal, que las ha tomado como bandera de legitimación social y política, manipulando sus movilizaciones y sus reivindicaciones; los grupos defensores de la diversidad sexual se encuentran en ese mismo proceso; la burocracia se rebeló a su manera, pero sigue sujeta al corporativismo oficial intransigente, constituyendo el último núcleo sometido al control social tradicional;

Cuarenta años después del movimiento de 1968, el panorama sociopolítico es desolador: la calidad y el prestigio de las universidades públicas ha descendido drásticamente, a la vez que las universidades privadas carentes de calidad y de seriedad alguna, así como las universidades confesionales controladas y explotadas por la Iglesia, se multiplican por todo el país, haciendo que cada vez sea más difícil para el pueblo mexicano alcanzar una educación universitaria. Ya no gobierna el viejo partido hegemónico de Estado, el PRI ha sido sustituido desde el año 2000 por el partido que agrupó, desde 1939, a los restos del porfirismo, a los grupos más reaccionarios y fanáticos de la derecha, a los empresarios más proclives al fascismo: el Partido Acción Nacional (PAN). Las esperanzas, las utopías, que llevaron a una generación a rebelarse, se estrellaron contra la fuerza de una maquinaria infinitamente más poderosa que no hemos alcanzado a comprender a plenitud. Hoy, en México, es corrupta la Presidencia de la República y cada una de sus Secretarías; son corruptas las Cámaras de Diputados y de Senadores; es corrupta la Suprema Corte de Justicia de la Nación y cada uno de sus Ministros, Magistrados y Jueces; es corrupta la Iglesia y cada uno de sus Jerarcas, en toda su Jerarquía; son corruptos los Gobernadores, los Presidentes Municipales, los Tribunales de todos los niveles y especialidades, los Congresos locales, los Cabildos, los Partidos Políticos de izquierda, de centro o de derecha; son corruptos los Sindicatos, los Empresarios, los Medios de Comunicación, la Prensa; son corruptos los policías, el Ejército, los profesionistas de todas las especialidades y categorías. Somos un país saqueado, explotado, controlado y manipulado a tal grado que pareciera que la generación del 68 es una generación derrotada y que las generaciones actuales no tienen futuro viable a largo plazo.

¿Existe alguna esperanza para México?... “El Estado mexicano ha sufrido mutaciones a partir de la confrontación con los movimientos sociales. Entender la dinámica de éstos permite también conocer las posibilidades de cambio del Estado. Los movimientos sociales pueden actuar como instrumentos de la sociedad para disputar espacios de poder y de decisión al Estado” (Alonso, Aziz-Nassif y Tamayo, 1992: 11). El estudio de la historia nos muestra que durante eventos de crisis y ante la incapacidad del Estado para resolverlos, la sociedad se organiza en respuesta. Pero esta tendencia encuentra una doble dificultad: por un lado, los partidos políticos (que forman parte del Estado) usan a los movimientos sociales a favor de un clientelismo político; por otro, la opresión mediática que trata de manipular a la sociedad, desvirtuando al percepción de la realidad objetiva, así como la represión selectiva (y a veces generalizada) empleada contra las movilizaciones más radicales y refractarios a los mensajes de los grupos de poder. En este contexto, resulta indispensable, urgente, recuperar las experiencias de los movimientos sociales previos con la finalidad de aplicar estrategias de lucha exitosas, adaptadas a las nuevas circunstancias. Debemos considerar impostergable la unidad de los movimientos sociales en México, porque las condiciones del país nos indican que, en un futuro muy cercano, es altamente probable un estallido social de enormes consecuencias para todos; contingencia para la cual, de manera inequívoca, el Estado mexicano se ha estado preparando…

FUENTES BIBLIOGRAFICAS

1. Alonso, Jorge; Aziz-Nassif, Alberto y Tamayo, Jaime. “Presentación”, en El nuevo Estado mexicano, actores y movimientos sociales, México, Editorial Patria-Nueva Imagen, 1992, pp. 9-11 (El Nuevo Estado Mexicano, T. III).

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26. Scherer García, Julio y Monsiváis, Carlos. Los Patriotas. De Tlatelolco a la Guerra Sucia, México, Aguilar - Nuevo Siglo, 2004, 199 pp.

EL LEGADO OLVIDADO DEL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL POPULAR DE 1968

“La clase gobernante no previo ni entendió la transformación del miedo en espíritu heroico de resistencia. […] La represión logró lo contrario de lo esperado […]: el movimiento comenzó pidiendo el cese a la represión y dos meses después exigía la caída del régimen.”
Enrique Semo

INTRODUCCIÓN

Este año (2008) se cumplieron cuarenta años del Movimiento Estudiantil de 1968. Durante este tiempo, se han repetido una y otra vez las mismas historias, las mismas versiones de los sucesos de aquel año, las mismas anécdotas que, de tan repetidas, ya nadie escucha, carentes de contexto o análisis del proceso histórico. Esa es la versión oficial que nos dice: el Movimiento del 68 se resume en los sucesos de Tlatelolco. Ése es el paradigma contra el cual escribimos. Nuestra intención es ayudar a rescatar la memoria histórica, porque – como esperamos mostrar- el Movimiento del 68 no se ha ido: sus consecuencias aún están afectándonos. Hoy, cuarenta años después, persisten muchas secuelas directas del Movimiento, positivas y negativas.

Dado que se trata de un 68 muy diferente del “oficial”, lamentablemente hay poca información al respecto. Sobre la Matanza de Tlatelolco se pueden encontrar muchos libros, artículos y documentales, pero sobre el fondo social, económico, político e ideológico del Movimiento Popular Estudiantil prácticamente no hay nada, y la poca información existente es completamente marginal. Ésa es nuestra tesis central: el verdadero legado del 68 –su postulación teórica y práctica- ha sido casi completamente erradicado de nuestra conciencia y de nuestra memoria histórica, sustituido por una sola cosa: la Masacre del 2 de octubre, suceso nefasto y abominable que, aunque no debe ser olvidado, por sí solo no nos permite profundizar en la importancia histórica y el verdadero aporte social de aquellos años. Puede parecer extraño que el gobierno, durante cuatro décadas, hubiera permitido la difusión de trabajos que lo acusan directamente de la matanza, pero es lógico si entendemos que la intención es mantenernos estancados en la discusión de los detalles sobre lo ocurrido en Tlatelolco, de modo que otros aspectos del movimiento jamás sean discutidos.

El contexto mundial

1. La crisis ideológica y cultural de los sesentas

El contexto mundial es esencial para comprender los sucesos de 1968. Ibarra Chávez (2006) explica que, a finales de los sesentas, el pensamiento político y filosófico, así como sus expresiones artísticas y en general culturales -literatura, poesía, teatro, cine, pintura, escultura, etc.- que influían en el mundo del conocimiento, estaba permeado por dos vertientes liberadoras: el Marxismo y el Existencialismo. Los años sesenta fueron el escenario de una ola de revoluciones y de movimientos revolucionarios en todo el mundo, que buscaron emanciparse y sacudirse el yugo imperialista, ya fuera estadounidense o soviético. La búsqueda en todo el mundo para crear una nueva sociedad basada en la no explotación del hombre por el hombre, dio pauta al auge de la teoría de la democracia directa ciudadana. A fines de los cincuentas, el ímpetu democratizador había desatado una secuencia de grandes huelgas y movimientos de insurgencia cívica; aparecieron algunos brotes guerrilleros. Del extranjero llegaba el impacto de la Revolución Cubana, de la Guerra de Argel, de la resistencia del pueblo de Vietnam, de la Primavera de Praga, del Mayo Francés, de los Zangacuren japoneses, de la revuelta estudiantil en Berkeley, de los estudiantes chicanos en Los Ángeles y de las luchas por el reconocimiento de los derechos de los afroamericanos y las mujeres en EEUU, además de tantos y tantos movimientos en el mundo, sobre todo en América Latina.

La década de los sesenta tiene una relevancia histórica que muchos ni siquiera sospechamos. En ella se dieron movimientos que indudablemente influyeron en la historia posterior. El historiador francés Fernand Braudel afirmaba que los acontecimientos desarrollados en 1968 (que él presenció personalmente) no debían ser vistos desde las interpretaciones tradicionales del conflicto generacional, o como simples movimientos estudiantiles, o solo como revueltas juveniles frente al autoritarismo, sino como una auténtica y profunda revolución cultural de la época contemporánea, comparable sin duda con los grandes movimientos culturales del Renacimiento y la Reforma: una ola renovadora en todos los aspectos y a todos los niveles que generaría un mundo completamente diferente 100 o 150 años después. Las causas trascendentales que generaron esta ola de inconformidad se pueden explicar de la siguiente manera:

Los años treinta fueron el inicio de una degeneración profunda del proyecto socialista en la URSS y esta crisis adquirió tintes dramáticos hacia la década de los cuarenta con la Segunda Guerra Mundial que aceleró la descomposición dentro del régimen soviético, tendiendo aceleradamente hacia una restauración capitalista en versión monopólica estatal semejante al fascismo. Otro tanto ocurrió en China hacia la década de los cincuenta. Todo esto se comprobó enfáticamente con la invasión china a Tíbet en 1950 y la represión soviética en contra del proceso de democracia popular de Hungría en 1956. Como explica Ibarra Chávez (2006), surgieron entonces varias corrientes que cuestionaron al pseudo socialismo soviético y chino: el marxismo occidental de Georgy Lukács; el marxismo crítico de Herbert Marcuse; el marxismo historicista de Antonio Gramci; el marxismo humanista de Horkheimer, Benjamín y Adorno; el marxismo existencialista de Althusser (que tendría enorme influencia en los Movimientos Estudiantiles europeos); el espartaquismo (adaptado a la realidad mexicana por el ideólogo del Movimiento Estudiantil de 1968: José Revueltas), el trotskismo, el maoísmo indochino, el eurocomunismo, etc. A todo esto se debe agregar el importante factor de la Revolución Cubana en 1959 como ejemplo de una revolución social de nuevo tipo, y la imagen icónica de su dirigente más carismático (aún más que Fidel Castro): Ernesto “Che” Guevara. Tanto la Revolución Cubana como el “Che” generaron amplia aceptación en el Tercer Mundo por su idea de un foco guerrillero como motor de la revolución, su férrea oposición al imperialismo estadounidense (e incluso al imperialismo soviético, en el caso del “Che”) y por su internacionalismo militante, que llevaría al “Che” a encontrar la muerte en Bolivia en 1967. Apunta Santucho (2004) que el aporte más importante del “Che” no radica tanto en su propuesta de guerra de guerrillas, sino en su planteamiento ético y filosófico del “Hombre Nuevo” que se opone concientemente al egoísmo y a la codicia inherentes al género humano, sea cual sea su ideología, lo cual alienta el ideal de un mundo justo posible y alcanzable: cambiar al mundo a partir de sí mismo, construir un hombre nuevo para crear una sociedad nueva, romper las barreras del individualismo, del nacionalismo y de la ideología para hacer propio cualquier agravio, cualquier injusticia cometida contra cualquier persona en cualquier parte del mundo (esto, para mí, sigue siendo total y absolutamente vigente). También jugó un papel importantísimo el catolicismo militante radical: las encíclicas pastorales del Papa Juan XXIII y el Concilio Ecuménico Vaticano II impulsaron a los sectores progresistas de la Iglesia Católica a iniciar un movimiento renovador cercano al marxismo denominado “Opción Preferencial por los Pobres” (popularmente: Teología de la Liberación), y así, en agosto de 1967, dieciocho obispos de África, Asia y América Latina reivindicaron al socialismo como el régimen más cercano al Evangelio. En medio de esta crisis del socialismo soviético y chino, bajo la influencia de todas estas ideas renovadoras, una serie de acontecimientos político-sociales catapultaron las aspiraciones de cambio de una juventud ávida de ser protagonista de esos cambios, estas aspiraciones se irradiaron a todos los confines mundiales y apareció una fiebre libertaria por todo el orbe.

Por supuesto, estas aspiraciones no podían quedar sin respuesta por parte de los sistemas de poder, los cuales se las arreglaron para debilitar y erradicar – aunque no del todo- la esperanza que estos movimientos mundiales ofrecían. Se introdujo la droga. Su distribución era sospechosamente fácil y ésta se expandió. Como bien expresó alguna vez Miguel Millor Mauri, politólogo de la Universidad Autónoma de Aguascalientes: ¿a quién, si no al sistema de poder, podía convenirle que los jóvenes se drogaran en lugar de organizarse? Otra vertiente fueron las tácticas de represión selectiva que se aplicaron para desarticular todo movimiento de inconformidad: espionaje, encarcelamiento, tortura, golpizas e incluso el asesinato. Todo ello dirigido a disidentes, líderes o miembros de organizaciones comunistas, democráticas, sindicalistas, campesinas, estudiantiles e intelectuales, e incluso de movimientos raciales, pacifistas y feministas. Además de estas medidas, la represión masiva se recrudeció en muchos países, y en otros donde soplaban aires de libertad surgieron –siempre planeadas desde Washington o desde Moscú- feroces dictaduras militares.

Con el legado ideológico y organizativo de los movimientos de inconformidad de los sesenta en el mundo sucedió lo mismo que con nuestro 68: años de maniobras y censura del sistema los han borrado de la memoria de mucha gente y les ha dejado sólo la sombra. En los medios masivos actuales, esta década es casi siempre evocada de manera superficial como la época de la psicodelia, las minifaldas, los muchachos exóticamente vestidos y la música “gruesa”, que muchas veces tenía un contenido social profundo, del cual los medios la despojaron. Es una regla de los sistemas de poder hacia la oposición: a veces hay que asesinar; otras, es mejor comprar que asesinar; y en otras, es mejor trivializar que censurar.

2. El año del estudiantado

La movilización estudiantil en México no fue un hecho aislado, sino que debemos inscribirla en un contexto mundial. El mundo de los sesentas y los setentas, era un mundo de conflictos socioeconómicos que mostraba cierta efervescencia revolucionaria. A nivel internacional, la lucha se expresaba en diversos escenarios: el ascenso de los movimientos estudiantiles y de liberación nacional, la proliferación de grupos guerrilleros, el movimiento pacifista contra las guerras en Vietnam, Laos y Camboya, y los movimientos por la defensa de los derechos civiles de las minorías raciales y de los derechos de las mujeres.

Siguiendo la secuencia de acontecimientos presentada por Ehrenreich (1970), en enero de 1968 comenzaron las movilizaciones de protesta estudiantil con las violentas manifestaciones de estudiantes en Japón. Simultáneamente, ocurrían graves enfrentamientos entre estudiantes y policías en Bélgica. En marzo de 1968, los movimientos estudiantiles chocaban con las fuerzas de seguridad pública en Italia, Polonia y la costa oeste de Estados Unidos (movimiento estudiantil chicano en Los Ángeles). En abril de 1968, llegó el turno a los movimientos estudiantiles en Alemania y la costa este de Estados Unidos (ese mismo mes caía asesinado el Reverendo Martin Luther King, desatándose un movimiento radical por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos). En mayo de 1968, estalló el movimiento estudiantil de mayor envergadura: el Mayo Francés, que casi derrocó al gobierno del héroe nacional Charles De Gaulle. Este movimiento estudiantil francés detonó indirectamente el movimiento estudiantil en China ese mismo mes (simultáneamente, el senador demócrata Robert Kennedy, candidato presidencial, caía asesinado, desatando una enorme inestabilidad política en Estados Unidos). En junio de 1968, las movilizaciones estudiantiles emergieron en Yugoslavia, Suecia, Holanda, Gran Bretaña, Brasil y Uruguay. En julio de 1968, inició el movimiento estudiantil en México. En agosto de 1968, las fuerzas armadas soviéticas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia y enfrentaron la defensa armada popular de Praga. En octubre de 1968, comenzó el movimiento estudiantil en Portugal. En noviembre de 1968, como resultado de la invasión soviética, detonó el movimiento estudiantil en Checoslovaquia. En diciembre de 1968, las movilizaciones estudiantiles llegaron a España. En enero de 1969, estalló el movimiento estudiantil en Panamá. En febrero de 1969, sendos movimientos estudiantiles detonaron en Filipinas y República Dominicana. En mayo de 1969, las movilizaciones estudiantiles se presentaron en Argentina, Honduras, Colombia, Perú y Bolivia. En octubre de 1969, ocurrió el último movimiento estudiantil en Venezuela.

Entre enero de 1968 y octubre de 1969 se desarrollaron 28 movimientos estudiantiles en el mundo. No había razones para esperarlos. Durante veinte años, entre 1948 y 1968, los gobiernos se habían enfrentado únicamente a débiles oposiciones internas. El desempleo era bajo en todas partes, las clases medias vivían una época de bonanza, los trabajadores compraban automóviles, televisores, lavadoras, etc. Las previsiones socialistas acerca del empobrecimiento de la clase obrera y el colapso del capitalismo parecían totalmente anacrónicas. Los regímenes socialistas se encontraban más fortalecidos y afianzados que nunca. Al constatarse que no había diferencias significativas entre el capitalismo y el “socialismo realmente existente”, se hablaba del “fin de las ideologías”. Era la época de las reformas. ¿Cómo explicar entonces esta oleada de movilizaciones de protesta por parte de las clases medias, mismas que habían sido muy favorecidas en este periodo a ambos lados del Muro de Berlín? Ningún gobierno estaba preparado para enfrentar esto. Los intelectuales liberales especulaban acerca de un supuesto “abismo generacional” que no explicaba por qué la juventud estudiantil se había sumado masivamente a la oposición en todas partes y al mismo tiempo. Como expresan Scherer y Monsiváis (1999), los más asustadizos no tardaron en hablar de un “complot internacional”, sobre todo en pleno auge de la Guerra Fría, cuyo origen variaba de acuerdo a la posición geográfica del proponente: los gobiernos occidentales capitalistas hablaban de la “conjura comunista”; los regímenes “socialistas” insistían en la “infiltración imperialista”. Un nuevo fantasma recorría el mundo… La mejor explicación la aporta Santucho (2004) y de una manera aplastantemente clara: “la rebelión existió porque preexistía una crisis”. Así, sin más.

Ibarra Chávez (2006) explica que aquellos años fueron como un llamado a la juventud del mundo para cambiar todo lo existente mediante la lucha callejera. En los centros de educación media y superior, se mostraba una marcada tendencia a someterlo todo a la discusión crítica. En este contexto, las fuerzas políticas tradicionales se mostraron incapaces frente a una juventud que planteaba cambios desde una perspectiva revolucionaria. Al irrumpir violenta y radicalmente una nueva oleada de luchadores sociales, se cuestionaron todos los conceptos y valores culturales existentes hasta entonces y, por ende, los relativos a los campos político e ideológico. Se cuestionaron los viejos valores morales, los marcos conceptuales y las formas de existencia que mostraban indignantes cuadros de injusticia, sometimiento, explotación y miseria física y espiritual. Esta oposición radical y contestataria no solo puso en crisis a las estructuras sociales de los modelos de dominación predominantes en el mundo, sino que puso también en crisis a todos los partidos políticos tradicionales. Europa, Estados Unidos y la Unión Soviética dejaron de ser el centro político e ideológico de los movimientos revolucionarios internacionales y el debate se desplazó al Tercer Mundo: Asia, África y América Latina.

Castillo y Meza (2002) explican que ese era el entorno y el ambiente que rodeaba a los adolescentes. La rebeldía juvenil se expresó en todos los campos de la conducta humana: el vestido, la música, el lenguaje, las relaciones interpersonales, la sexualidad, la condena al consumismo, a la injusticia, a la guerra, a la desigualdad, a la censura, al autoritarismo, y también, hay que decirlo, el consumo extendido de sustancias psicotrópicas (drogas). Fueron los años de lucha por la paz, contra la guerra, por reformas educativas, por la liberación femenina, contra el racismo, por la igualdad esencial de los seres humanos. Fueron años de levantamientos armados, de fe en el socialismo, de influencia de las luchas rebeldes en el mundo, de diversas y poderosas marchas estudiantiles en todas partes.

3. La oleada guerrillera latinoamericana

Simultáneamente, cobraba fuerza en todo el Tercer Mundo el fenómeno de la guerrilla, impulsado por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y cobijado en la teoría cubano-guevarista del “foco guerrillero”, la cual proponía que los focos insurreccionales podían crear las condiciones necesarias para desatar una revolución si desarrollaban una guerra de guerrillas en áreas rurales e intensas movilizaciones sociales en las ciudades. Así, desde el triunfo de la Revolución Cubana hasta la muerte de Ernesto “Che” Guevara, se generó una amplia red de guerrillas rurales que de alguna manera buscaban coordinarse desde Cuba a través de una amplio proceso solidario.

Ibarra Chávez (2006) explica que había en aquellos momentos una especie de locura libertaria, llegaba a Cuba gente de medio mundo: Congo, Zaire, Tanzania, Yemen, Sierra Leona, Guinea Ecuatorial, Cabo Verde, Guinea Bissau, Venezuela, Guatemala, Colombia, Honduras, Nicaragua, Perú, Brasil, Chile, Uruguay, Argentina… Todos buscando entrenamiento militar y consejos para establecer guerrillas rurales en sus países. Y los cubanos accedían, los entrenamientos no paraban; en algunas ocasiones, incluso se enviaban soldados cubanos a combatir junto a los guerrilleros locales. Resulta sorprendente saber que sólo hubo una nación latinoamericana a la que Cuba negó toda ayuda en este sentido: México. Ya fuera por la deuda contraída con el régimen mexicano durante la etapa previa al inicio de la Revolución Cubana o por la aplicación de una estrategia muy particular, lo cierto es que el gobierno castrista se negó a todas las peticiones de ayuda y apoyo por parte de grupos guerrilleros mexicanos. Una posible explicación a este hecho pudiera ser que el objetivo más importante de esta actividad era llevar la lucha armada a América del Sur para obligar a Estados Unidos a pelear en múltiples frentes y levantar el bloqueo sobre Cuba. Eventualmente, tal estrategia podría desestabilizar política, social y económicamente al régimen imperialista estadounidense y acelerar su caída.

Todo esto dio lugar al surgimiento de un Movimiento Armado Socialista Internacional que, al combinarse con otras tendencias revolucionarias del periodo, como las que se expresaban en los Movimientos Estudiantiles a nivel global, impulsaron a miles de jóvenes a la participación guerrillera en sus respectivos países. Las décadas de los sesentas y los setentas se vieron convulsionadas a nivel continental por una serie de movimientos guerrilleros que enfrentaron directamente en el plano político-militar a los regímenes de casi toda América Latina (e incluso dentro de los Estados Unidos). Santucho (2004) e Ibarra Chávez (2006) enumeran los movimientos armados en América en aquellos años: en Guatemala, Antonio Yon Sosa creó el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13N) y César Turcios Lima constituyó las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR); en Nicaragua, Carlos Fonseca Amador y Tomás Borge fundaron el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN); en Colombia, las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia (FARC) de Manuel Marulanda, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Fabio Vázquez Castaño y Camilo Torres, y el Movimento 19 de Abril (M-19A), combatían en varios frentes de guerra; en Perú, Luis Puente Ubeda y Hugo Blanco conformaron el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), además del Ejército de Liberación Nacional (ELN) dirigido por Héctor Béjar; en Bolivia, el “Che” estableció personalmente el Ejército de Liberación Nacional (ELN); en Venezuela, Douglas Bravo y Carlos Betancourt establecieron las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), además del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Américo Marín; en Argentina, Jorge Ricardo Masetti creó el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), operando junto a las Fuerzas Armadas Revolucionarias Peronistas (FARP) de Vasco Bengoechea; en México, aparecieron varias guerrillas a partir del Grupo Popular Guerrillero (GPG) de Arturo Gámiz y Pablo Gómez, el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) de Víctor Rico Galán y el Movimiento 23 de Septiembre (M-23S) de Pedro Uranga y Saúl Ornelas; dentro de los Estados Unidos, operaban en el límite de la guerrilla urbana los afroamericanos Panteras Negras, creados por Robert Seale y Huey P. Newton, los puertorriqueños Jóvenes Señores, fundados por José Jiménez, y los chicanos Boinas Cafés, encabezados por David Sánchez, todos ellos ideados para la autodefensa de las minorías raciales.

En una segunda etapa, surgieron grupos guerrilleros urbanos o urbano-rurales como el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador; la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en Guatemala; el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T) de Raúl Sendic en Uruguay; el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) y Sendero Luminoso en Perú; el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), de Miguel Enríquez, en Chile; el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de Francisco y Mario Roberto Santucho, y Los Montoneros en Argentina; Acción Liberadora Nacional (ALN), con Carlos Marighella a la cabeza, y el Movimiento Revolucionario 8 de octubre (MR-8O), del ex capitán Lamarca, en Brasil. Esta oleada de proyectos guerrilleros, inspirados en la Revolución Cubana, en el ideario del “Che” y en la experiencia de la Revolución Sandinista nicaragüense, se estrelló y fracasó casi por completo. De cara a esta avalancha guerrillera, la respuesta de los Estados Unidos y de los regímenes dominantes fue brutal, se aplicaron políticas represivas antipopulares y de contrainsurgencia, instalándose la violencia institucional: los grupos paramilitares, las cárceles y cementerios clandestinos, los campos de concentración y de exterminio, los centros de detención y tortura, fueron una constante en el opresivo ambiente regional.

Las guerrillas argentinas fueron aniquiladas, Perú y Guatemala cayeron en una terrible época de represión militar que desarticuló a las guerrillas respectivas, la guerrilla venezolana pronto se transformó en un fracaso político, sendos golpes y dictaduras militares se produjeron en Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia aplastando todo intento de insurrección, en Colombia la revuelta agraria quedó totalmente aislada, los brotes guerrilleros en México fueron prematuramente destrozados, los movimientos cuasi-guerrilleros en Estados Unidos terminaron devastados por la sofisticada represión gubernamental, el “Che” mismo cayó abatido en su intento guerrillero en Bolivia en 1967. El resto de los movimientos armados entraron en un proceso de desgaste que los obligó a negociar la paz bajo circunstancias desfavorables. Solo el FSLN nicaragüense sobrevivió y triunfó luego de 20 años de guerra de guerrillas e insurrección popular, pero solo para ser derrotado políticamente a finales de los ochentas en un proceso democrático burgués y bajo acoso militar.

El contexto nacional

En la historia reciente de México, el Movimiento Estudiantil de 1968 es un capítulo obligado de estudio y análisis, hacerlo nos muestra que fue resultado de las luchas políticas y sociales precedentes de los ferrocarrileros, de los maestros, de los médicos y enfermeras y, por supuesto, de los estudiantes. Incluso se engarza directamente con las luchas guerrilleras de movimientos político-militares clandestinos que eclosionaron en aquellos años.

1. Las luchas estudiantiles en México

A quienes aún defienden la absurda tesis de que los jóvenes deben limitarse a estudiar y no involucrarse en asuntos políticos y socioeconómicos, hay que decir que en México las luchas estudiantiles, como repudio al autoritarismo, son parte de nuestra historia. Afirma Guevara Niebla (1998) que las protestas estudiantiles en México se remontan a la Colonia y, ya con una conciencia política más definida, tenemos por ejemplo el movimiento de 1875, que planteó la Universidad Libre; el de 1884, en contra de la oscura negociación de la deuda con Inglaterra por el gobierno mexicano; el de 1892, en rechazo a la tercera reelección de Porfirio Díaz; la huelga de la Escuela Nacional de Jurisprudencia en 1912 y la huelga de 1929, cuando se obtuvo la autonomía universitaria. A éstos siguieron otros, como el primer movimiento estudiantil del IPN en 1942; la huelga en la Escuela Nacional de Maestros en 1949, la huelga universitaria en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo de Michoacán, también en 1949 (huelga que terminó con una masacre estudiantil), la huelga de las Escuelas Normales Rurales en 1950; la huelga del IPN, también en 1950; la huelga del IPN en 1956; las huelgas de la Universidad de Guerrero en 1956 y en 1957; las huelgas estudiantiles (universitarios y normalistas rurales) en Guerrero en 1960 y en 1966; las huelgas en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo de Michoacán en 1961 y 1966; la huelga en la Universidad de Puebla en 1961; las huelgas estudiantiles en la Escuela Nacional de Maestros, en la UNAM, en el Instituto Regional de Saltillo y en la Universidad Autónoma de Nuevo León y en la Universidad Benito Juárez de Tabasco a principios de 1968 (esta última culminó en otra matanza estudiantil).

Todos estos movimientos evidencian que en México (y seguramente no es el único lugar del mundo) existe una larga tradición de luchas estudiantiles. Estas organizaciones, a lo largo de décadas de lucha, se fueron fortaleciendo con demandas propias. Sus formas organizativas, independientes del Estado, se depuraron y vigorizaron. Adquirieron la capacidad de formar organizaciones nacionales con estructura y funcionamiento democrático. Estas experiencias organizativas le sirvieron de base al Movimiento Estudiantil 1968.

Durante este periodo de la historia estudiantil, se registró un patrón de comportamiento constante. Los gobiernos, federal y estatales, intervinieron en el funcionamiento de los centros educativos, desde una concepción autoritaria, sin mediar consulta y sin buscar consenso de quienes se vieron afectados por tales decisiones. Precisamente frente a este tipo de autoridades, que ejercían este poder autoritario y dictatorial, se presentaron las movilizaciones estudiantiles que se organizaron para presentar sus demandas o para protestar por las políticas que se instrumentaban en la institución en la que estudiaban. La organización estudiantil independiente, que generaba sus propias demandas, que exigía y protestaba públicamente, era un límite a esta forma de ejercicio del poder del gobierno mexicano.

En su informe, la FEMOSPP (2005) explica que para resolver estos conflictos, el gobierno mexicano creó estrategias y mecanismos para apoderarse del control de las organizaciones y del sector estudiantil:
1) Se infiltraron agentes en las escuelas y en las organizaciones estudiantiles, para mantener informados a los órganos de seguridad respecto a los liderazgos y planes de acción, y también para ser utilizados como provocadores cuando les fuera encomendado.
2) Se coparon las organizaciones independientes con el propósito de utilizarlas como estructuras de mediación, que sirvieran a los propósitos de los funcionarios que buscaban controlarlas y acallar la disidencia, cooptando a los líderes del movimiento.
3) Se crearon grupos de choque que se mezclaron con el sector estudiantil para contener mediante la violencia a la disidencia. De esta manera, el gobierno promovió los delitos cometidos por los grupos de choque y corrompió a los órganos de justicia para cobijar las actividades de estos grupos con impunidad.
4) Cuando no le bastaron estos mecanismos, el gobierno recurrió directamente al empleo de la fuerza pública para reprimir, desarticular y dispersar a los grupos inconformes, incurriendo en la franca violación de los derechos humanos.
5) El gobierno también recurrió a la creación de grupos paramilitares, entrenados y armados para aniquilar a los grupos disidentes cobijados como organizaciones clandestinas a las que se les garantizó la impunidad.
6) El gobierno no dudó en utilizar al ejército como recurso contundente contra la inconformidad y la disidencia, tanto estudiantil como social.

2. Otros movimientos sociales

El Movimiento Estudiantil de 1968 en México es la culminación de cuarenta años de intensas luchas populares. Mancisidor (1976) y Aguilar Mora (1978) explican que hacia 1929, la derrota de la rebelión militar escobarista y de la revuelta campesina cristera contra los gobiernos de Plutarco Elías Calles y Emilio Portes Gil, permitió el desarrollo de un proceso de estabilización del nuevo régimen posrevolucionario expresado a través de un partido hegemónico de Estado: el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Este partido político unificó los intereses de todo el bloque oligárquico y facilitó el camino para que las pugnas de la clase dominante se resolvieran institucionalmente sin recurrir a levantamientos armados. La dominación burguesa de nuevo tipo sobre México entró en franca y firme consolidación en el poder. El PNR sufrió dos mutaciones: en 1938 se reestructuró de acuerdo a los cánones corporativistas del cardenismo y fue refundado bajo la denominación de Partido de la Revolución Mexicana (PRM), y en 1946 volvió a experimentar una nueva reestructuración de corte populista y demagógico, denominándose ahora Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Desde su creación, el partido de Estado mantuvo un férreo y estricto control sobre las estructuras corporativas sociales: CTM (obreros), CNC (campesinos), CNOP (clase media), CJM (estudiantes), CONCAMIN (industriales), CONCANACO (comerciantes), ABM (banqueros), COPARMEX (empresarios), CEM (cúpula eclesial), EMP (cúpula militar) y DFS (cuerpos de seguridad nacional), gracias a lo cual logró conservar el poder político mexicano, de manera ininterrumpida, durante 70 años. Ocasionalmente, enfrentó desafíos electorales independientes en demanda de una auténtica democracia y, en tales casos, aplicó mecanismos de represión preventiva (detenciones arbitrarias, asesinatos impunes, amenazas, golpizas, atentados), de coerción del voto ciudadano y de fraude electoral, demostrando su eficacia, capacidad represiva y absoluto control de la burocracia nacional.

Esta situación política, aunada a las cíclicas crisis propias a la economía capitalista, generó amplios movimientos sociales en el país. Mancisidor (1976) narra cómo en 1929 el movimiento ciudadano de apoyo a la candidatura presidencial de oposición de José Vasconselos fue violentamente reprimido y sometido a través del fraude electoral, imponiendo en la presidencia a Pascual Ortiz Rubio y culminando en la matanza de Topilejo. Hacia 1941, el modelo de desarrollo industrial conocido como el “Milagro Mexicano”, generó un gigantesco ejército de desempleados al exprimir al sector agrícola, lo cual desembocó en bajísimos salarios; en este contexto, estalló la huelga de los obreros militarizados de la Fábrica de Materiales de Guerra que fue ferozmente aplastada por el ejército. Desde 1932 inició un amplio movimiento campesino azucarero en Morelos, encabezado por un ex capitán zapatista, Rubén Jaramillo, que en 1942 se declaró en huelga, misma que fue duramente reprimida por la policía y el ejército, provocando la aparición de una guerrilla rural agrarista en Morelos que se mantuvo en rebeldía hasta 1945.

En 1946 se presentó un conflicto electoral local tras las elecciones municipales en León, Guanajuato, que detonó un conflicto con grupos populares sinarquistas, mismo que fue reprimido brutalmente por el ejército en la Plaza de Armas de dicha ciudad. En 1950 estalló la huelga de los mineros de Coahuila, quienes marcharon hasta la Ciudad de México para unirse a otros sindicatos en una lucha unida; los mineros fueron encerrados en el Deportivo 18 de Marzo mientras sus aliados sindicalistas eran duramente reprimidos en las inmediaciones de Bellas Artes, posteriormente, los mineros fueron subidos a un ferrocarril militar que los trasladó a San Luis Potosí, donde fueron masacrados. Hacia 1952 el movimiento civil de apoyo a la candidatura presidencial de oposición de Miguel Henríquez, postulado por una amplia alianza opositora agrupada en la Federación de Partidos del Pueblo de México (FPPM), fue sometido a un nuevo fraude electoral, imponiendo en la presidencia a Adolfo Ruiz Cortines y culminando en la matanza de la Alameda Central. Este hecho reactivó la guerrilla rural de Rubén Jaramillo en Morelos, quien se mantuvo alzado en armas hasta 1958.

En 1958 se abrió en México un nuevo periodo de luchas populares. Era presidente Adolfo Ruiz Cortines y la vida política nacional daba la apariencia de paz y tranquilidad. De esa paz surgió espontáneamente la lucha obrera por democratizar a las instituciones del país. En 1957, los ferrocarrileros organizaron una huelga que terminaría por reconquistar la dirección de su sindicato. A ellos se unieron petroleros, telefonistas, telegrafistas, maestros, estudiantes, etc. Había agitación, mítines, paros, huelgas. Paralelamente, se desarrollaba en el campo un nuevo ascenso de luchas por la tenencia de la tierra que llevaría a numerosos grupos campesinos a abandonar las peticiones legales y a invadir las tierras haciéndose justicia por sí mismos, sobre todo en Guerrero, Oaxaca, Morelos y Chihuahua. La insurgencia cívica crecía, colmaba las calles y rebasaba los mecanismos de control social. La intervención de las fuerzas políticas de izquierda en todo este proceso fue totalmente equivocada y desafortunada.

Para hacer frente a esta crisis social, el nuevo presidente, Adolfo López Mateos, inició una fuerte escalada represiva a partir de la represión de la huelga ferrocarrilera en 1959 y el encarcelamiento de sus líderes, Demetrio Vallejo y Valentín Campa; se encarceló también al líder del Movimiento Revolucionario del Magisterio, Othón Salazar, quien resultaría ratificado como dirigente sindical de la sección IX del SNTE estando en prisión; los huelguistas de todos los sectores fueron duramente reprimidos, incluso masacrados. La situación se agravó particularmente en Guerrero, donde las luchas campesinas fueron secundadas por obreros, estudiantes, burócratas, comerciantes y amas de casa, la clase media comenzaba a rebelarse contra el estricto control gubernamental. Finalmente, fue necesario destituir al gobernador guerrerense, Raúl Caballero Aburto, luego de la masacre de manifestantes en Chilpancingo en 1960. En 1961, estalló en San Luis Potosí un conflicto electoral que generó un movimiento civil democrático, encabezado por Salvador Nava, que fue masacrado durante una manifestación en la Plaza de Armas local. El líder agrarista Rubén Jaramillo y toda su familia fueron salvajemente asesinados en 1962; meses más tarde, una nueva masacre de manifestantes en Iguala, Guerrero, y el encarcelamiento de Genaro Vázquez, líder político oposicionista guerrerense, pusieron al estado al filo de la guerra civil.

Glockner (2007) narra que en 1964 los acontecimientos se precipitaron en Chihuahua. Campesinos y estudiantes chocaron repetidamente contra policías y soldados durante tres meses. Eran tiempos de campañas electorales y la inestable situación social en el país no beneficiaba los esfuerzos electorales del candidato priísta: Gustavo Díaz Ordaz. En abril de 1964, Díaz Ordaz hizo gira electoral por Chihuahua y fue recibido con rechiflas, insultos, demandas y acusaciones. En la capital del estado, el mitin de campaña terminó abruptamente en medio de una lluvia de huevos, verduras, frutas, palos y piedras, además de la quema del templete que se usaría para el acto político. Aquellos hechos no serían olvidados por Díaz Ordaz: desde ese momento quedó convencido de la existencia de una conjura comunista para derrocarlo. Tampoco fue olvidado por los sectores más radicales de la clase media y del campesinado: por la vía legal no se obtendría beneficio alguno, solo la lucha armada podría generar el cambio anhelado.

Mancisidor (1976) continúa narrando que, apenas iniciado el gobierno de Díaz Ordaz, estallaron los movimientos huelguísticos de los telegrafistas y los médicos en 1965, iniciando una etapa de rebelión en amplios sectores de la clase media, marcando la creciente politización de la población y su voluntad de independencia frente al Estado. El nuevo gobierno acabó con estos conflictos laborales mediante la represión abierta y, de paso, realizó una amplia campaña represiva contra el Partido Comunista de México (PCM), la Central Campesina Independiente (CCI) y el Frente Electoral del Pueblo (FEP). Hubo cateos, allanamientos, decomisos de archivos y detenciones de militantes. La respuesta opositora fue una gran agitación social y política entre los sectores campesinos y estudiantiles de Guerrero, Chihuahua, Sonora, Tabasco y el Distrito Federal, además de debates en una franja importante de grupos radicales clandestinos que comenzaban a optar por la lucha armada en Chihuahua y Guerrero. Hacia 1967, una nueva masacre de manifestantes en Atoyac de Álvarez, Guerrero, abrió de par en par la puerta a la creación de grupos guerrilleros en la Sierra del Sur.

Al finalizar la década de los sesentas se fraguaban acciones, debates, acontecimientos que pusieron en el centro de la discusión el reformismo de los partidos tradicionales de izquierda y la posibilidad de una nueva revolución social. Aguilar Mora (1978) explica que todos estos movimientos sociales fueron combatidos a través de cuatro políticas que se aplicaban según las circunstancias:
1) La realización de pequeñas concesiones a los inconformes: repartos de tierras, prestaciones menores, bonos, aumentos especiales, etc.
2) La aplicación de múltiples mecanismos de cooptación y corrupción de líderes, ofreciéndoles privilegios, dinero, tierras, bienes, puestos públicos, etc.
3) La represión selectiva y el terrorismo limitado contra los movimientos más intransigentes: amenazas, secuestros, golpizas, encarcelamiento, despidos, atentados, asesinatos y desaparición.
4) En casos extremos, el uso de las fuerzas policíacas y militares para reprimir abiertamente a los inconformes.

3. La oleada guerrillera en México

Desde antes de 1968, la sociedad mexicana ya vivía en un ámbito de ausencia de libertades y espacios de expresión. Esta situación mostraba la existencia de un régimen autoritario que resolvía los conflictos políticos y sociales mediante métodos represivos, opresivos, supresivos y de descalificación contra los ciudadanos comunes que se inconformaban y protestaban. Esta actitud represiva fue una de las causas fundamentales de la revuelta estudiantil de 1968 y de la radicalización de amplios sectores de la sociedad. Parte de estos sectores se rebelaron contra el orden social existente mediante formas de autodefensa y resistencia armada que terminaron declarándole la guerra al Estado. Ibarra Hernández (2006), Glockner (2007) y Castellanos (2007) explican que este proceso de radicalización, que llevó a toda una generación de jóvenes estudiantes y campesinos a buscar cambios en el país mediante la lucha armada, se desarrolló en tres etapas.

En la primera etapa, que transcurrió entre 1965 y 1968, el movimiento armado contaba entre sus filas con dirigentes estudiantiles y luchadores sociales experimentados, por lo que habían construido previamente una importante base social de apoyo campesino. De esta manera, en 1964 surgió en Chihuahua el Grupo Popular Guerrillero (GPG), liderado por Arturo Gámiz y Pablo Gómez, que fue aniquilado en el ataque al cuartel militar de Ciudad Madera en 1965. En 1966 fue desarticulado en la Ciudad de México, San Luis Potosí y Ciudad Victoria, el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), encabezado por Víctor Rico Galán y Raúl Ugalde. Ese mismo año, aparecieron en Sonora las Fuerzas Armadas de la Nueva Revolución (FANR), de Miguel Duarte, desarticuladas al año siguiente. En 1967 fue desarticulado en Chihuahua, Guerrero, Veracruz, Sinaloa y Durango, el Movimiento 23 de Septiembre (M-23S) de Pedro Uranga y Saúl Ornelas. Ese mismo año apareció en Chihuahua el Grupo Guerrillero del Pueblo (GGP) comandado por Óscar González, que sería aniquilado mientras transcurría el Movimiento Estudiantil, en septiembre de 1968. En abril de 1968, Genaro Vázquez escapó de la prisión y creó la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) en Guerrero en agosto de 1968, Vázquez intentó unificarse con el Movimiento Estudiantil enviando una carta al CNH, finalmente moriría en Michoacán en 1972 y la ACNR se desbandaría casi en su totalidad.

Una segunda etapa transcurre entre 1968 y 1973. Montemayor (2007) establece que las masacres de Tlatelolco y de San Cosme constituyeron el referente nítido para muchas organizaciones obreras, campesinas y estudiantiles de que la lucha no podía ser pacífica. El Estado se había mostrado intolerante ante las manifestaciones de protesta e inconformidad social; con ambas masacres había hecho saber a todos el destino real de las luchas populares: resignarse a la brutal represión y a la masacre, o intentar el recurso de la vía armada. En este contexto, en Michoacán, Guerrero, Chihuahua, Jalisco, Nuevo León, Sinaloa y Oaxaca, la juventud estudiantil entró en una fase de radicalización, rebeldía extrema y desobediencia social, que originó acciones de autodefensa y violencia revolucionaria insurreccional contra los aparatos de represión del Estado, empeñado en perseguir, encarcelar, secuestrar, desaparecer y asesinar a opositores políticos, activistas y luchadores sociales. Las dirigencias de los nuevos núcleos armados clandestinos carecían de experiencia política y militar, razón por lo cual contaron con un apoyo social muy limitado. Por otra parte, para entonces ya se había constituido un aparato policiaco-militar con adiestramiento en lucha antiguerrillera y en contrainsurgencia. Bajo tales circunstancias, aparecieron varias guerrillas urbanas: en Guadalajara, el Frente Estudiantil Revolucionario (FER) [que luego evolucionó al Frente Revolucionario Armado del Pueblo (FRAP) en 1972], Los Vikingos, y el Partido Revolucionario Obrero y Campesino (PROC); en la Ciudad de México, Los Guajiros, Los Lacandones, el Frente Urbano Zapatista (FUZ) (desarticulado en 1972), los Comandos Armados de Liberación (CAL) (que enfrentarían a los Halcones en San Cosme en 1971) y el Comando Armado del Pueblo (CAP) (desarticulado en 1971); en Culiacán, Los Enfermos; en Monterrey, Los Procesos y las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN) (desarticuladas en 1974); en Morelia, el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) (desarticulado en 1971) y el Ejército Mexicano Insurgente (EMI). En 1972 aparecerían: la Unión del Pueblo (UP) en Oaxaca (que posteriormente se unificaría con el PROC para formar el PROCUP en 1976); los Comandos Armados de Chihuahua (CACh), en Chihuahua; y la Liga Armada Comunista (LAC) en Monterrey. También surgieron guerrillas rurales como las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), de Carmelo Cortés, en Guerrero; el Partido Proletario Unido de América (PPUA), encabezado por Florencio Medrano, en Morelos, Hidalgo y Oaxaca, que sería desarticulado en 1978 al morir Medrano; el Frente Armado del Pueblo (FAP) en la zona de la Huasteca Hidalguense y Veracruzana; y el Partido de los Pobres (PDLP), comandado por Lucio Cabañas, en Guerrero, Durango y Aguascalientes, probablemente la guerrilla mejor organizada (resistió 13 campañas militares en su contra), pero también fue desarticulada al morir Cabañas en 1974.

La tercera etapa, que transcurrió entre 1973 y 1982, se caracterizó por el intento de crear una sola coordinación nacional unificada de los diferentes grupos guerrilleros, tanto urbanos como rurales. En el otoño de 1972 se iniciaron los acercamientos entre las diversas dirigencias guerrilleras, pero resultó imposible unificar las guerrillas urbanas con la guerrilla rural: los objetivos, la táctica, la estrategia y la ideología entre ambos tipos de organizaciones político-militares estaban demasiado alejadas entre sí. La mayoría de los grupos urbanos sobrevivientes se unificaron en la primavera de 1973 conformando la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC-23S), en Guadalajara, la organización guerrillera mas pujante del periodo, bajo un esquema de “centralismo democrático” en cuanto partido político, y del principio militar del “mando único” con responsables regionales. La LC-23S realizó su mayor acción en enero de 1974 cuando intentó realizar una insurrección popular masiva, bajo dirección estudiantil y campesina, en Culiacán, Sinaloa (el “Asalto al Cielo”), que fracasó completamente cuando la ciudad fue declarada militarmente en estado de sitio y bajo toque de queda. La LC-23S se burocratizó y fue degenerando en una organización de tipo paramilitar que asumió posiciones maximalistas y nihilistas. Todo esto ocasionó la descomposición interna de la organización, siendo arrasada hacia 1980, luego de que su último líder, Miguel Ángel Barraza, muriera en un enfrentamiento con la policía en “las islas” de Ciudad Universitaria. En 1976, todavía apareció otra agrupación guerrillera urbana, las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), en Guerrero. Hacia 1980, los sobrevivientes de la ACNR, del PDLP, del FAP, de las FAR y de las FAL se unificarían al PROCUP, generando el PROCUP-PDLP [sería el principal antecedente de los actuales Ejército Popular Revolucionario (EPR), Tendencia Democrática Revolucionaria – Ejército del Pueblo (TDR-EP) y Ejército Popular del Pueblo Insurgente (ERPI)]. Los sobrevivientes de las FLN reestructurarían en Chiapas su organización, rebautizándola como Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1982.

Montemayor (2007) documenta que para finales de la década de los setentas, la mayoría de las organizaciones guerrilleras rurales y urbanas habían sido fuertemente golpeadas o desmanteladas. Una de las causas de esta derrota fue la represión brutal lanzada por el Estado y la profesionalización de los cuerpos de seguridad en la lucha contrainsurgente y antiguerrillera, recibida en Estados Unidos. El Estado actuó de diferentes maneras ante estos grupos: ante las guerrillas con amplia base social, se vio forzado a realizar obras de beneficio social para satisfacer las necesidades más apremiantes de las poblaciones. Con los grupos pequeños y aislados, se utilizó la represión abierta y la aniquilación. Pero también es necesario señalar que la derrota se originó en las limitaciones de estos grupos, principalmente el militarismo en que incurrieron, el sectarismo ante otras formas de lucha social, el aislamiento en que se sumieron frente a los movimientos de masas, el voluntarismo, la pasión antepuesta a la razón, la falta de discusión política y autocrítica que dio paso a análisis subjetivos de la realidad, y la inexperiencia política previa tanto de las dirigencias como de los militantes. Las masas populares del país, que supuestamente deberían haber reaccionado frente a las acciones guerrilleras con una toma de conciencia acerca de la naturaleza del Estado mexicano, con movilizaciones o con cualquier acción revolucionaria, no respondieron conforme al plan de los grupos guerrilleros. Dado el aislamiento de estos grupos y el carácter clandestino de sus actividades, las masas permanecieron inmóviles e indiferentes, pues no existía vínculo alguno entre los guerrilleros y estas masas.

El Movimiento Estudiantil de 1968 en México

Glockner (2007) explica que para 1968 México era otro y muy pocos se habían dado cuenta de ello. El “Che” era un mito que se acrecentaba a cada instante; Cuba era la referencia obligada; Vietnam era una causa que se abrazaba sin el sentido teórico de lo que estaba en juego; Marx no era un venerable anciano, por el contrario, parecía estar sentado en la banca al lado de cada estudiante, hombro con hombro en el aula, discutiendo la distribución de la riqueza. A mediados de enero de 1968, las organizaciones estudiantiles plantearon la realización de una gran marcha nacional, siguiendo la Ruta de la Independencia, por la realización de una amplia reforma universitaria nacional y la liberación de los presos políticos. Cientos de contingentes arribaron a la ciudad de Dolores Hidalgo, Guanajuato, el 2 de febrero de 1968 e iniciaron la marcha a pesar de las amenazas del gobierno y de la presencia de agentes de la DFS y de contingentes provocadores de la CTM. La marcha se disolvió apenas tres días después de haber iniciado. Varios líderes estudiantiles fueron detenidos, se organizaron redadas en la Ciudad de México y se catearon las oficinas del PCM. El 68 mexicano se estaba gestando…

El Movimiento Estudiantil de 1968 fue, de hecho, un movimiento insurreccional popular que se caracterizó fundamentalmente por la definición de un adversario común bien localizado: el Estado mexicano, sus instituciones corruptas y sus aparatos opresores-represores antidemocráticos. Castillo (1988) explica que el Movimiento aglutinó a tres sectores sociales heterogéneos en una insólita alianza contra ese adversario:
1. Bloque democrático-burgués. Aquel año, México se encontraba en los inicios de una lucha sexenal por la sucesión a la Presidencia de la República; desde años antes, los elementos democrático-burgueses del propio régimen, disidentes del aparato gubernamental autoritario, reclamaban al Estado el hecho de haber dejado insatisfechas las demandas fundamentales del programa de la Revolución Mexicana. Esta corriente, encabezada por el entonces ex gobernador de Tabasco, Carlos Alberto Madrazo, pugnaba por democratizar las instituciones y para mediados de 1968 estaba en una sorda confrontación contra el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
2. Bloque pequeño burgués radicalizado. Formado por amplios sectores clase-medieros de la pequeña burguesía radicalizada, representada por jóvenes universitarios, profesionistas y grupos políticos de izquierda, que se integraron al movimiento por su ideología opuesta al conservadurismo reaccionario y por su rechazo al autoritarismo del bloque gobernante. Este bloque asumió la dirigencia política del Movimiento y elaboró el Pliego Petitorio de Seis Puntos. Es indiscutible el liderazgo teórico e intelectual ejercido por José Revueltas, quien poco antes había sido expulsado del PCM por su brillante análisis de las derrotas de los movimientos sindicales entre 1958 y 1965, concluyendo que la izquierda mexicana carecía de una dirigencia real y honesta: “la izquierda mexicana simplemente no existe” escribiría en su legendario ensayo Un proletariado sin cabeza (observando el actual panorama sociopolítico, pareciera que estamos condenados a repetir la misma historia una y otra vez….).
3. Bloque proletario radicalizado. Se trataba de sectores sociales empobrecidos o con una ideología de cambio, representados por estudiantes de escasos recursos, grupos insurreccionales semiclandestinos y algunos sectores obreros y campesinos que llevaban ya algún tiempo enfrentados con el Estado. Este bloque tenía la meta de lograr un cambio social radical. Sus miembros no se volvieron líderes del Movimiento, sabían que su lugar no estaba en las asambleas del CNH; no acudieron al llamado de diálogo, pero hicieron suya la calle y desde ahí hicieron suyo el trabajo político y organizativo de base, el volanteo y el contacto con las clases proletarias, a las que animaban a participar en el Movimiento.

Este conglomerado de fuerzas se veía afectado por las acciones del gobierno mexicano y, aunque por diferentes razones, se vio obligado a aliarse y enfrentar al enemigo común en el poder. Sin embargo, las fuerzas integrantes del bloque democratizador, si bien coincidían en la lucha antiautoritaria, tenían expectativas diferentes: para unas ése era su objetivo estratégico y final; para otras sólo fue un objetivo táctico, y por lo tanto, un simple peldaño en la gran tarea del cambio social. Se trató pues de una alianza entre corrientes con metas diferentes en orientación y alcances, pero que se vieron enfrentadas a un adversario común. Cada uno de los personajes que han hablado o escrito acerca del 68 en años posteriores, han dado su versión de acuerdo al bloque al cual pertenecían, han sido parciales y, en consecuencia, han sido fuente de error, por ejemplo, en las formulaciones que se han hecho referentes a que el movimiento era financiado por comunistas, o que era manejado por Carlos Alberto Madrazo o por Luis Echeverría, o que alguien por ahí confesó que tenían vínculos con la CIA, o que recibían dinero de la embajada cubana o de la embajada soviética,…etc. Lo más importante al respecto es que estas facciones, si bien no tenían exactamente los mismos intereses, decidieron que las condiciones eran adecuadas para hacer una alianza contra un adversario común.

Los eventos ocurridos durante el Movimiento Estudiantil, entre el 22 de julio y el 13 de diciembre de 1968, han sido ampliamente difundidos y son lugar común de muchos libros, artículos, crónicas, documentales, obras de teatro, películas, etc., por lo tanto, consideramos innecesario repetir información que se ha publicado una y otra vez. En contraste, haremos mención de aspectos que se han difundido poco y que consideramos importantes para comprender la verdadera naturaleza del Movimiento, así como sus consecuencias hasta la actualidad.

En primer lugar, es importante destacar que existía una trama económica detrás del Movimiento. En 1930 la empresa petrolera anglo-holandesa Shell-BP había descubierto el gigantesco yacimiento de Poza Rica que duró, precisamente, hasta el año de 1968 y que tuvo una producción acumulada de 961 millones de barriles. Curiosamente, se terminó el petróleo y vino la rebelión estudiantil de 1968. Jiménez Cantú (2005) explica que cuando el yacimiento empezó a declinar a mediados de los sesentas, empezó la quiebra del modelo llamado “Desarrollo Estabilizador” basado en las petrodivisas. Dado el agotamiento de los ingresos petroleros, había que echar a andar la paraestatal oculta creada por el Gral. Lázaro Cárdenas: la narco-economía. Andrade Bojorges (1997) explica que Cárdenas fue enviado por el Presidente Manuel Ávila Camacho a la base naval de Mazatlán, Sinaloa, en 1942 al frente de la vigilancia y defensa de las costas del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. En aquellos años el gobierno mexicano había perdido el control del tráfico de drogas hacia Estados Unidos y Europa (que demandaban grandes cantidades en el frente), y era ya controlado por grupos privados de traficantes: los cárteles. Cárdenas pactó una alianza político-económica del Estado mexicano con los cárteles de Sinaloa, Jalisco, Michoacán y Guanajuato.

Cuando finalmente el yacimiento de Poza Rica se agotó en 1966, fue necesario sustituir las petrodivisas con narcodivisas. Pero la lucha por el control del nuevo modelo económico fracturó al grupo en el poder y el conflicto se centraría en las escuelas de economía, especialmente en la Escuela Nacional de Economía (ENE) de la UNAM. Precisamente en 1966 terminó el periodo de Horacio Flores de la Peña como Director de la ENE y la discusión se centró en quién sería su sucesor. Los grupos de la izquierda nacionalista y de la izquierda radical se unieron en torno al proyecto del economista sinaloense José Luis Ceceña. Por su parte, el gobierno federal y el ex gobernador de Sinaloa (y capo mayor del cártel de Sinaloa), Leopoldo Sánchez Celis, impulsaban el proyecto modernista y moderado de la economista Ifigenia Martínez (hoy senadora del PRD), proveniente del ramo financiero y de la Dirección de Política Hacendaria, donde Antonio Ortiz Mena, Secretario de Hacienda, estaba formando los cuadros del incipiente neoliberalismo mexicano bajo los dictados de Estados Unidos.

Jiménez Cantú (2005) continúa explicando que el conflicto por el control de la ENE derivó en la huelga estudiantil en la UNAM en 1966, siendo uno de sus principales líderes estudiantiles el representante de la Facultad de Derecho, Leopoldo Sánchez Duarte, hijo de Leopoldo Sánchez Celis, como elemento infiltrado en los grupos de la izquierda universitaria. Bajo este liderazgo, el movimiento estudiantil dirigido desde el gobierno “logró” la caída del prestigiado cardiólogo Ignacio Chávez, antiguo participante en el Movimiento Médico Democrático de 1965, de clara tendencia izquierdista y aval político de José Luis Ceceña. Ifigenia Martínez fue impuesta en la Dirección de la ENE. Al año siguiente, Antonio Ortiz Mena, Ifigenia Martínez y Leopoldo Sánchez Celis, apoyaron la candidatura de Luis Echeverría Álvarez, Secretario de Gobernación, designado como su sucesor por Gustavo Díaz Ordaz. En cambio, la corriente “democrática” del PRI, encabezada por Carlos Alberto Madrazo, apoyaba la candidatura de Emilio Martínez Manatou. Se perfiló así el primer choque entre los advenedizos neoliberales y los “nacionalistas revolucionarios” tradicionales dentro del PRI.

Por otra parte, otra fuerza se estaba conformando en Sinaloa, los movimientos estudiantiles en la Universidad Autónoma de Sinaloa comenzaba a radicalizar las luchas de la izquierda universitaria, encabezada por adversarios opuestos al proyecto de Ifigenia Martínez y su equipo: Pablo Gómez (hoy senador del PRD), Joel Ortega (hoy miembro de la cúpula del PRD y anterior Secretario de Seguridad Pública del D.F.), Raúl Álvarez Garín y Eduardo Valle (alias “El Búho”) (ambos serían, poco después, líderes del Movimiento Estudiantil). Este grupo de izquierda democrática se oponía también a un naciente movimiento izquierdista ultrarradical en la UAS que tendía a la lucha armada: Los Enfermos. La confrontación entre las corrientes neoliberales y “nacionalistas” se trasladó al campus central de la UAS y pronto llegaría hasta la UNAM y el IPN. Como se puede apreciar, desde 1966 se había ido gestando el choque político entre los tres bloques sociales antes mencionados y el Estado mexicano. Esta coyuntura política y económica hacía peligrar los proyectos e intereses de Estados Unidos en México, especialmente en el contexto de la Guerra Fría y la crisis social, política y económica generada por las guerras en Vietnam, Laos y Camboya, así como por la ola de asesinatos políticos y movimientos estudiantiles dentro de los Estados Unidos. Al parecer, Washington decidió entonces intervenir de manera encubierta en México.

A este respecto, resulta interesante saber que documentos recientemente desclasificados de la CIA, dados a conocer por el cineasta Mendoza (2008), mencionen que en junio de 1967 en la revista U.S. News & World Report, el editor advirtió que en México se preparaba una nueva revolución de corte comunista. Y con tal antecedente, el 18 de mayo de 1968, es decir dos meses antes del inicio de la revuelta estudiantil en México, el director de la FBI, Edgar Hoover, declaró que grupos comunistas estaban preparando actos subversivos. Por otra parte, también muestran que agentes de la CIA como David Sánchez Hernández, Poter Goss, Barry Sill, Guillermo e Ignacio Novo Sanpol, así como Virgilio Rodríguez y David Philps, habrían realizado labores de desestabilización en México, ya que existen evidencias de que estuvieron en el país antes de que ocurriera el movimiento estudiantil y se ha documentado su participación en actividades de este tipo en Brasil, Chile, Argentina y Uruguay en aquellos años.

Considerando toda esta información, resulta ilustrativa la afirmación que se hace en el informe de la FEMOSSP (2005) acerca de que, en el enfrentamiento ocurrido en La Ciudadela el 22 de julio de 1968, detonante del Movimiento Estudiantil, participaron porros y pandilleros que mantenían nexos con funcionarios públicos y líderes priístas; específicamente, Montemayor (2007) menciona al entonces Regente del D.F., Gral. Alfonso Corona del Rosal, como protector y financiero de los “líderes estudiantiles” que provocaron la riña ese día. Así pues, la provocación y extrema violencia del Cuerpo de Granaderos contra las escuelas involucradas y contra otras escuelas ajenas al enfrentamiento inicial, así como la participación en el conflicto de porros, golpeadores y pandilleros pagados y protegidos por políticos del sistema, aportan indicios para interpretar que este conflicto intrascendente fue alentado por algún interés político para generar un conflicto mayor. Otro tanto puede decirse de los hechos ocurridos el 26 de julio de 1968 en el Centro Histórico, cuando coincidieron las marchas estudiantiles de protesta contra la represión en La Ciudadela y de las juventudes comunistas para celebrar la fecha de inicio de la Revolución Cubana. Poniatowska (1971) consigna testimonios que documentan la infiltración de grupos de provocadores que incitaron a la generalización de una lucha campal entre estudiantes y policía. Por una extraña y curiosa coincidencia, había piedras en los botes de basura públicos del Centro Histórico. ¿Desde cuándo los capitalinos tiran piedras en los basureros? A partir de esa fecha, los actos de represión no cesaron. En lugar de actuar con sensatez, la triada gobernante en México, integrada por Gustavo Díaz Ordaz, Presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, Secretario de Gobernación, y Fernando Gutiérrez Barrios, jefe indiscutible de la Dirección Federal de Seguridad, respondió con más autoritarismo.

Cabe destacar que, una serie de documentos del Departamento de Estado de los Estados Unidos, desclasificados en 1999 y publicados por Scherer y Monsiváis (2004) y por Mendoza (2008), demuestran que los presidentes Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez, así como Antonio Carrillo Flores, Secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de Díaz Ordaz; Fernando Gutiérrez Barrios, Jefe de la Dirección Federal de Seguridad; Joaquín Cisneros, Secretario Particular de Díaz Ordaz; Emilio Bolaños, sobrino de Díaz Ordaz, y Humberto Carrillo Colón, Agregado de Prensa de la Embajada de México en Cuba, fueron reclutados como informantes o agentes de la CIA. Incluso, varios de ellos son identificados dentro de la red de informantes que el director de la CIA en México, Winston Scott, creó desde 1956 en México y a la que denominó “Litempo”. Mendoza (2008), documenta el interés que mostró la Casa Blanca en 1968, a través de su embajador Fulton Freeman y de Winston Scott, para que el ejército asumiera el poder en México, así como los mecanismos desplegados por EUA para desarrollar una campaña propagandística encaminada a hacer creer que en nuestro país se gestaba una revolución comunista apoyada por la URSS, China y Cuba. En todo caso, documentos oficiales estadounidenses, desclasificados también en 1999, demuestran que los mismos agentes de la CIA en México negaron siempre y de manera contundente esta pretendida explicación del Movimiento de 1968.

Los documentos del Gral. Marcelino García Barragán, Secretario de la Defensa Nacional en 1968, publicados por Scherer y Monsiváis (1999), ofrecen un panorama desconcertante. En ellos se afirma que el ejército intervino en el conflicto estudiantil a petición expresa de Echeverría, quien informó falsamente al Gral. García Barragán que los estudiantes estaban asaltando las armerías del Centro de la Ciudad de México y que grupos de entre 5,000 y 10,000 estudiantes de provincia se acercaban a la Ciudad de México desde Ecatepec, Puebla y Tlaxcala. Con ello quedaba justificada la intervención militar la noche del 30 de julio de 1968 en la Preparatoria de San Ildefonso y el célebre bazookazo que derribo su puerta, obra maestra del barroco (un día antes, había ocurrido la masacre de estudiantes de la Universidad de Tabasco en las márgenes del Río Grijalva). Una semana más tarde se constituyó el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Diversos testimonios consignados por De la Garza, León Ejea y Macias (1986) afirman que dentro de dicho Consejo existieron, desde el principio, agentes infiltrados de la Secretaría de Gobernación. Particularmente señalan a Sócrates Campos Lemus y a Áyax Segura Garrido, a quienes se responsabiliza de la captura del CNH el 2 de octubre de 1968 durante la masacre de Tlatelolco.

La insurrección popular y estudiantil se tornó incontrolable en los días siguientes. Las brigadas estudiantiles operaban ya en las principales ciudades del país, incluyendo en su estructura a grupos de autodefensa. Comenzaban a surgir planteamientos socio-políticos peligrosos para el sistema, como el de José Revueltas acerca de la autogestión académica para establecer el concepto y la práctica de la democracia cognoscitiva dentro de las Universidades. Se trataba de desarrollar el automanejo y la autodirección de las actividades académicas para construir un cogobierno universitario entre estudiantes y profesores, a fin de nutrir y desarrollar cuadros profesionales, abolir las especializaciones y evitar que las universidades estuvieran al servicio de la clase dominante. La perspectiva de la autogestión se proyectaría a las actividades productivas y a la vida social como un todo, por medio de comités y consejos populares. El gobierno respondió creando grupos de choque paramilitares que atacaban a los estudiantes y a los planteles educativos en huelga. La situación estaba, cada vez más, fuera de control. En un intento de reencauzar al Movimiento y ponerlo bajo el control de los grupos políticos en pugna, según los documentos del Gral. García Barragán, Echeverría convocó al rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, para instruirle que organizara una manifestación de maestros y alumnos de la UNAM y el IPN, con la finalidad de calmar los ánimos y encauzar la movilización social hacia su propia candidatura. Aparentemente, durante esta manifestación, ocurrida el 1 de agosto de 1968, Barros Sierra incumplió las órdenes de Echeverría y alentó aún más al Movimiento Estudiantil.

Durante septiembre de 1968, los choques entre estudiantes y manifestantes, por un lado, y policías, granaderos y grupos paramilitares, por otro, se multiplicaron, ya totalmente fuera del control del gobierno y de los grupos políticos involucrados en el conflicto. La participación activa de habitantes de algunas zonas de la ciudad y de algunos sindicatos y grupos campesinos dentro del movimiento, incluso dentro de las brigadas de autodefensa contra los cuerpos policíacos y paramilitares, alarmaba enormemente al gobierno y sus aliados. Glockner (2007) ilustra este hecho: a principios de septiembre, estudiantes, habitantes de la Colonia Peralvillo (amas de casa, empleados, obreros, vagos) y simpatizantes del Movimiento tomaron la subdelegación local de policía; los agentes huyeron dejando todo: mobiliario, documentos, llaves, armas, vehículos, presos, multas. Tras la toma, se instaló un jurado popular para decidir la suerte de los detenidos, casi todos fueron liberados e indemnizados con el dinero de las multas por la injusticia de su detención. Tres horas más tarde, sin un solo destrozo, la multitud abandonó la subdelegación. Poco después arribaron los granaderos, quienes de inmediato se lanzaron a la cacería de estudiantes. Los jóvenes se defendieron con piedras y palos, y los habitantes de Peralvillo salieron de sus casas a unirse a los estudiantes en contra de los granaderos. Al final, los agentes del orden debieron retirarse ante la furia con que fueron repelidos.

La inexistencia del Movimiento Estudiantil en los medios masivos de comunicación era una de las grandes apuestas del gobierno, hacer como que no pasaba nada, y cuando esto no funcionaba, golpear, encarcelar, asesinar. Las listas de estudiantes aprehendidos o muertos se acumulaban cada semana. El clima de confrontación social llegó a tal grado, que el gobierno debió ordenar la ocupación militar de los campus universitarios para tratar de desarticular al Movimiento. De León (1988) narra en su testimonio que la peor confrontación ocurrió el 23 de septiembre de 1968 cuando policías, granaderos y militares trataron de tomar, a sangre y fuego, las instalaciones del Casco de Santo Tomás, pertenecientes al IPN, y trabaron combate, durante cerca de 10 horas, con las brigadas estudiantiles y vecinales de autodefensa armada. Scherer y Monsiváis (1999 y 2004) han documentado ampliamente que, ante el peligro que entrañaba esta situación, la triada de Díaz Ordaz, Echeverría y Gutiérrez Barrios, además de la alta cúpula militar (los Grales. Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, así como el Cnel. Manuel Díaz Escobar, posterior jefe de Los Halcones), solicitaron la ayuda de instructores militares estadounidenses para crear un cuerpo contrainsurgente para detener el ascenso del Movimiento Popular Estudiantil. Nació así el Batallón Olimpia, cuerpo base para la creación en los setentas de la Brigada Especial o Brigada Blanca, que combatió a los grupos guerrilleros hasta principios de los ochentas.

Paralelamente, se manipuló al movimiento estudiantil, a través de los agentes infiltrados, para colocar a la dirigencia del CNH en un “escenario” que facilitara su captura. Así, se manejaron los acontecimientos para convocar al mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco en la tarde-noche del 2 de octubre de 1968. El escenario militar era ideal y la hora era perfecta para ocultar a comandos de francotiradores del Estado Mayor Presidencial en los edificios aledaños e infiltrar células de militares vestidos de civil, del Batallón Olimpia, entre los manifestantes. Pero había otro componente: de acuerdo al Gral. García Barragán, Echeverría, con apoyo estadounidense, pretendía forzar que el gobierno de Díaz Ordaz implantara el estado de sitio militar en el país a raíz de tal detención. Montemayor (2007) interpreta todo esto como la evidencia de un enfrentamiento muy duro entre grupos antagonistas en el seno del grupo gobernante. Se planearon así los acontecimientos del 2 de octubre en Tlatelolco, donde actuaron agentes del Batallón Olimpia para detener a la dirigencia del CNH y francotiradores del EMP para provocar un enfrentamiento con el ejército (al cual no se notificó acerca del operativo montado), culpando luego a los estudiantes de la agresión. El operativo no pudo ser más exitoso: se detuvo a cerca de 2500 personas, hubo alrededor de 1500 heridos (entre ellos, el Gral. José Hernández Toledo, personaje clave en la represión de aquellos años) y la propia embajada de los Estados Unidos reconoce la muerte de unas 400 personas. El Gral. García Barragán asegura que, tras la masacre, el 3 de octubre, Díaz Ordaz le pidió su opinión con respecto a declarar el estado de sitio y que él personalmente se opuso a ello. Mendoza (2008) documenta que cuatro días antes de la masacre de Tlatelolco, el jefe de la CIA, Richard Helms, estuvo en México, y que el embajador Fulton Freeman, le dijo al Gral. García Barragán, que contaba con el apoyo del Departamento de Estado de su país para que declarara un estado de sitio la madrugada del 3 de octubre de 1968, lo que aquél habría rechazado de manera rotunda.

Lo cierto es que tras la masacre del 2 de octubre, con el auxilio de los 19° Juegos Olímpicos de 1968 en la Ciudad de México (inaugurados diez días después, el 12 de octubre, en Ciudad Universitaria), el movimiento estudiantil cayó en un repliegue y un marasmo profundos. Sin embargo, algunos grupos del bloque proletario tenían otra idea. Mauriés (1998), corresponsal de Le Dépeche du Midi de Francia, acudió a encuentros estudiantiles después del 2 de octubre y afirma que algunos miembros del bloque proletario expresaban su intención de pasar a la lucha armada. Sus compañeros mas moderados criticaban esta posición porque se revertiría contra el Movimiento. Para principios de los setenta el bloque de fuerzas que dio vida al 68 estaba hecho añicos. Las fuerzas burguesas y pequeño-burguesas, pusilánimes, pasaron a formar filas en los destacamentos de la contrainsurgencia y en la revitalización del sistema capitalista dependiente mexicano. Esta línea se mantuvo durante el resto del período presidencial de Díaz Ordaz, el cual concluyó en 1970. Cuando llegó el cambio de gobierno se hizo evidente el cambio de estrategia del sistema, aunque no de objetivo. Mientras tanto, Scherer y Monsiváis (2004) y Montemayor (2007), documentan ampliamente cómo los comandos paramilitares entrenados por el Estado Mayor Presidencial para actuar el 2 de octubre en Tlatelolco, efectuaban ataques explosivos contra diversos edificios públicos y privados en 1969, a fin de mantener el estado de miedo e incertidumbre entre la población, desalentando cualquier intento de reavivar al Movimiento (como dijimos antes, contemplando el actual panorama sociopolítico, parecemos condenados a repetir inagotablemente la misma historia…). En las elecciones de 1970, Luis Echeverría Álvarez asumió la Presidencia de México y desde el principio trató de reconciliarse con la clase media, razón por la cual realizó la llamada “Apertura Democrática” que legalizaba a las organizaciones políticas de izquierda y concedió la amnistía a un limitado grupo de presos políticos. Pero las condiciones de autoritarismo seguían inmutables en el país. De la Garza, León Ejea y Macias (1986) afirman que en 1971, mientras la actuación de los grupos guerrilleros crecía imparable, volvió a prender la agitación estudiantil, vertiéndose en asambleas y mítines exaltados donde se demandaba una revolución política y social en el país, así como la liberación de todos los presos políticos. A estas demandas se sumaron incipientes organizaciones por la defensa de los derechos humanos, sindicatos que exigían democracia sindical y organizaciones populares.

Jiménez Cantú (2005) explica que hacia 1971 nuevamente el componente político-económico generó una coyuntura inusual en el país: la escasez de ingresos petroleros anunciada desde 1966 ocurrió cuando los Estados Unidos devaluaron su moneda en 1971; era la época en que estaban en ascenso los regímenes progresistas cargados a la izquierda en América Latina: Salvador Allende en Chile, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Héctor Cámpora en Argentina, Fidel Castro en Cuba,… Y México, bajo el gobierno de Luis Echeverría, se cargaba hacia una “izquierda” retórica, demagógica y populista, llegando a lo grotesco y ridículo al confrontarse públicamente con el Director de la CIA, George Bush (padre), mientras instructores militares estadounidenses asesoraban a los cuerpos militares y policíacos mexicanos especializados en antiguerrilla y contrainsurgencia, por propia petición presidencial mexicana (Montemayor documenta cómo, apenas tres días después de asumir la Presidencia, Echeverría ordenó al embajador mexicano en Estados Unidos, Emilio Rabasa, que pidiera oficialmente a nombre del gobierno mexicano asesoría militar y policial “especializada” a Washington). Fue justo en ese momento cuando Ifigenia Martínez y su grupo reaparecieron en el escenario político nacional, esta vez bajo un fachada “izquierdista” universitaria, con la clara intención de generar un nuevo conflicto estudiantil actuando como agentes provocadores.

Guevara Niebla (1998) narra que en junio de 1971, otro conflicto estudiantil en la Universidad Autónoma de Nuevo León, fue el pretexto ideal para intentar reactivar al Movimiento Estudiantil. El 10 de junio de 1971 los estudiantes capitalinos marcharon en solidaridad con los estudiantes de Nuevo León. En el Casco de Santo Tomás y la Escuela Normal, a la altura de Rivera de San Cosme, fueron atacados por un grupo paramilitar gubernamental, continuador del Batallón Olimpia y segundo cuerpo base para la formación de la Brigada Blanca, denominado Los Halcones. Mendoza (2008) documenta visualmente cómo este grupo paramilitar estuvo coordinado y fue protegido descaradamente por la policía y los granaderos durante su actuación en San Cosme. El enfrentamiento derivó en una nueva masacre estudiantil: 150 muertos, 1200 heridos y 2000 detenidos. El escándalo público resultante pretendió zanjarse con la renuncia del Regente del D.F., del Jefe de la Policía capitalina y del Procurador General de la República. Pero la indignación popular persistía. Entonces, el gobierno usó a sus agentes para organizar un “magno festival de rock” en Avándaro, Estado de México, que se realizó el 12 de septiembre de 1971 y al cual asistió gran parte de la juventud inconforme. Los periodistas del régimen documentaron el uso de drogas, el abuso en el consumo de alcohol, el desenfreno sexual, los excesos y los destrozos de los jóvenes. Se justificó así la prohibición de las reuniones juveniles en el D.F. y su área metropolitana, desacreditando definitivamente al Movimiento Estudiantil. De paso, la contracultura anticonservadora juvenil imperante en aquellos años, expresada sobre todo a través del rock, se vio forzada a pasar a la clandestinidad, para beneplácito de la Iglesia y de la alta burguesía conservadora mexicana. Sin embargo, narra Castellanos (2007), no todo le salió bien a Echeverría, por entonces aspirante al Premio Nóbel de la Paz. En marzo de 1975, en actitud temeraria y protagónica, se presentó a inaugurar el ciclo escolar en Ciudad Universitaria. La multitud estudiantil lo recibió enfurecida en la Facultad de Medicina. Echeverría trató de discutir con algunos jóvenes y finalmente debió salir entre una lluvia proyectiles, pedazos de macetas y piedras. Una le impactó en la cabeza. El 2 de octubre no se había olvidado…

El control total de los medios masivos de comunicación y de las universidades, además del tremendo control ejercido por el partido hegemónico, condujeron al Estado burgués mexicano a iniciar tibias reformas de participación política que tardaron nueve años para llegar al reconocimiento de los derechos políticos de los primeros partidos políticos opositores. Las tímidas reformas políticas y los limitados avances que la economía del país experimentó, fueron dejando en el olvido las aspiraciones de bienestar y seguridad social. En unos cuantos años de mediana democracia burguesa, la izquierda abandonó la lucha popular, universitaria, sindical y campesina para centrarse únicamente en la lucha electoral. La ideología dio paso al oportunismo. Los líderes políticos con aspiraciones progresistas y revolucionarias fueron desplazados por mercaderes de la política, quienes se refugiaron felices en el reparto de posiciones y subsidios oficiales. La derrota del Movimiento Estudiantil permitió al gobierno castigar a las universidades públicas reduciéndoles los presupuestos, congelando sus matrículas, congelando los salarios a docentes, estableciendo categorías salariales para disminuir los salarios reales, obstaculizando y dificultando la promoción académica de los profesores para impedirles mejorar sus ingresos, propiciando que muchos excelentes profesores abandonaran la docencia y ocupando esas plazas profesores mediocres y dóciles, incondicionales del sistema.

Aguilar Mora (1978), Aroche Parra (1985) y Moguel (1987) narran que después de la caída del Movimiento Estudiantil, sobrevino una oleada de luchas por la democratización y la independencia sindical a gran escala, oleada que duró de 1970 a 1980, justo durante el auge del movimiento guerrillero urbano. Al igual que este, la oleada sindical democratizadora fue derrotada por los hábiles manejos políticos del gobierno. Hacia 1986 se desarrolló en la Ciudad de México una impetuosa e intempestiva movilización estudiantil encabezada por el Consejo Estudiantil Universitario (CEU) y secundado por el Consejo Estudiantil Politécnico (CEP), como un último intento de rescatar al Movimiento Estudiantil, pero ya era tarde, no había dirigencia real ni honesta. La huelga estudiantil fue derrotada y traicionada por sus propios líderes. Otro tanto ocurriría trece años después con la huelga estudiantil en la UNAM en 1999-2000, dirigida por el Consejo General de Huelga (CGH). Al final, por la corrupción, la claudicación y la inexperiencia de la dirigencia, la militarizada Policía Federal Preventiva (PFP) tomó las instalaciones de Ciudad Universitaria y aplastó la huelga. Las causas profundas de estas derrotas son dos: por un lado, el aislamiento actual de los estudiantes frente al resto de la sociedad, a diferencia de lo ocurrido en 1968, y por otro, la corrupción de los líderes de la supuesta “izquierda revolucionaria” mexicana, quienes aceptan gustosos la cooptación monetaria y política del sistema de poder.

Conclusión: los saldos

Sin embargo, aquí no acaba todo. O, como se dice a veces, no hizo más que comenzar. Sobre la fase del repliegue del Movimiento hay cosas muy importantes que son manejadas tendenciosamente hasta la actualidad para manipular a las masas. Inició la fase oscura del 68, que lamentablemente ha prevalecido por encima de sus mejores momentos, gracias a las manipulaciones del sistema. La represión y las negociaciones ocultas no sólo golpearon al Movimiento sino que fragmentaron al bloque de fuerzas democrático-revolucionarias. El reflujo planteó la necesidad de un repliegue táctico. Las posturas se polarizaron en cuanto a mantener activo el Movimiento o replegarse. La primera posición estaba sostenida por dirigentes presos que veían en el repliegue la prolongación de su confinamiento en la cárcel, fuera de todo análisis objetivo de las cosas, y teniendo como fundamento real el temor a durar más tiempo presos, mandaban comunicados a sus seguidores para continuar lo que ya estaba en franca desintegración. Otro núcleo que deseaba alargar el Movimiento fue el sector pequeño-burgués, más radicalizado, que se movía por criterios subjetivos y de carácter emotivo.

La segunda posición, que pugnaba por el repliegue, estaba integrada por dos alternativas muy distintas, aunque, en apariencia, iguales: una la encabezaban autoridades universitarias y demás componentes democrático-burgueses que habían sido golpeados, pero que, sin embargo, habían negociado con el gobierno; éstos planteaban la rendición del estudiantado sin condiciones y no tenían más objetivo que desarticular y mediatizar al Movimiento. La otra, encabezada por ciertos sectores pequeño-burgueses radicalizados –influidos por razonamientos estratégicos- y por las corrientes de ideología proletaria, planteó utilizar lo poco que quedaba de organización para asegurar el repliegue y salvar lo más que se pudiera de la estructura del Movimiento. La lógica era que si se lograba organizar el repliegue resultaría más rápido y efectivo volver a pasar a la acción. Estas fuerzas también tenían un gran número de compañeros encarcelados; sin embargo, éstos aceptaron quedarse presos antes que llevar al Movimiento al total exterminio. A esta táctica se le englobó dolosamente, junto con la demócrata-burguesa, y se le acusó de ‘traición al Movimiento’.

Echeverría sacó de la cárcel a los presos políticos, los puso a trabajar como colaboracionistas desde dentro y comenzó a infiltrar a agentes de Gobernación en grupos de estudiantes. Con esta labor interna, y la que se realizaba desde fuera, fue encontrando el antídoto, a tal grado que destruyó los frutos del 68. El gobierno de Echeverría realizó un trabajo sutil: después de la represión abierta en el 68, se cubrió el flanco de la legitimidad y para ello cooptó también a buena parte de la intelectualidad mexicana. Es memorable una frase tramposa de Carlos Fuentes quien sentenció: “Echeverría o el fascismo”, una falsa disyuntiva que decía a la gente “si no apoyas al Presidente en esto, tu país caerá en el caos total y quizá en una dictadura.” En suma, Echeverría continuó la guerra desatada por Díaz Ordaz, sólo que lo hizo en una vertiente más sutil: infiltró las organizaciones de izquierda usando tanto a agentes como a ex líderes del Movimiento que aceptaron la cooptación. Tal cooptación de mentes no era ajena a los asesinatos y compra de líderes de izquierda. Todo ello iba dirigido a derrotar al adversario histórico. Glockner (2007) afirma que la lucha sindical, los movimientos de masas, el trabajo de cooperativas en el campo, las drogas, el suicidio, la lucha ecologista, la titulación y el trabajo profesional, las universidades, la coerción, la cooptación gubernamental, la lógica de que aquel que no es revolucionario a los veinte, no tiene corazón, pero si sigue siéndolo a los cuarenta, entonces no tiene cerebro, llevó a muchos a militar incluso en las filas del partido oficial, para solapar en el futuro inmediato al sistema de poder, a la corrupción, a los fraudes. Ya sea en partidos opositores oficiales, directamente dentro del PRI o en el ámbito académico, estos protagonistas del 68 terminaron incrustados en el sistema: Gilberto Guevara Niebla, Luis González de Alba, Luis Pazos, Eli de Gortari, Pablo González Casanova, Salvador Martínez Della Roca, Heberto Castillo, Pablo Gómez, Gilberto Rincón Gallardo, Raúl Álvarez Garín, Porfirio Muñoz Ledo, Sócrates Campos Lemus, entre otros. Quizá el ejemplo más indignante, más grotesco, sea el de Porfirio Muñoz Ledo: traicionó al Movimiento y se integró al PRI, luego se alejó del PRI y se alió al proyecto del PRD, ahora ha abandonado las filas del PRD y se ha ligado al movimiento del Gobierno Legítimo de López Obrador, es evidente que Muñoz Ledo es, y siempre ha sido, un oportunista político. Algunos llegaron incluso a condenar al Movimiento. En este “selecto” grupo están, por ejemplo, Guevara Niebla, Pazos y Rincón Gallardo. Otro tanto ocurrió con algunos sobrevivientes de los grupos guerrilleros de la época.

Desde luego, estos personajes han sido los principales encargados de borrar la memoria histórica del Movimiento de 1968. Resulta muy significativo que afirmen, una y otra vez, que el Movimiento del 68 “obligó” al gobierno a hacer una Reforma Política Democrática. De esta forma, la maniobra culminante para borrar los logros del 68 –con la ayuda de quienes lo traicionaron- es presentarlo como una derrota del sistema. Esa es una línea recurrente del poder y sus argumentistas: hacerle creer al vencido que ganó. Castillo (1988) explica que los analistas oficiales solo hablan de la masacre de Tlatelolco, del “espíritu jovial de relajo” que supuestamente guiaba al Movimiento y de las Reformas Políticas “logradas”. ¿Y la organización celular en brigadas y comités?, ¿y la autogestión organizativa?, ¿y la autodefensa? De eso nada. Esas cosas no pasaron. Todo es presentado casi como el preludio o la preparación para aquella tarde de ignominia en Tlatelolco y luego llegó el día glorioso del triunfo póstumo del Movimiento. El Movimiento Estudiantil Popular de 1968 ciertamente fue un parteaguas en la historia contemporánea del país, pero no por la creación de una izquierda partidista, “democrática”, electorera, oficial, domesticada; sino por el legado ideológico y organizativo, por la síntesis de sus propuestas prácticas:
a) La toma de conciencia acerca de la necesidad de un cambio político y socioeconómico, así como de la existencia de un enemigo histórico en el poder.
b) La comprobada efectividad de las tácticas organizativas celulares autónomas desarrolladas para enfrentar al sistema y para construir un poder popular independiente y paralelo. Se demostró en los hechos que es posible formar redes civiles y sociales funcionales fuera del sistema político y socioeconómico en el poder.

También es necesario considerar la actuación de la alta intelectualidad, con escritores como Octavio Paz. Este era embajador en la India en 1968 y renunció tras los sucesos de Tlatelolco, lo cual ha sido usado siempre por sus defensores como prueba de que era una mente no sometida al sistema. Sin embargo, la pregunta lógica es: ¿Por qué antes había aceptado el puesto? ¿Por qué desde años antes aceptó ser parte de un sistema que había dado muestras claras de su naturaleza represiva? Aun si nos limitáramos a 1968 –ya de por sí incorrecto, pues desde años anteriores Díaz Ordaz había mostrado su cara fascista- es injustificable la permanencia de Paz en la burocracia. Antes del 2 de octubre el ejército había cometido muchas atrocidades que no parecieron molestar a este intelectual. Es mucho más lógico asumir que se trató de una maniobra para salvar su credibilidad. Una de las mejores definiciones de la actitud de Paz con respecto al sistema de poder la dio René Avilés: "fue más útil cuanto más fingía oponérseles". El principal heredero de Paz, y digno nuevo portador de esta fórmula, es Carlos Monsiváis, ganándole por estrecho margen a su tocayo Carlos Fuentes. Ambos se manejan en la línea de los intelectuales al servicio del régimen, igual que Paz: criticar al gobierno, pero defender al sistema. Decir que los problemas están limitados a tal o cual gobierno o sector, pero siempre ocultando que se trata de un sistema integral que se opone a los cambios que necesita la sociedad, difundiendo interpretaciones que impiden vislumbrar que la sociedad es capaz de organizarse para defender sus intereses. Los intelectuales al servicio del poder y cobijados por el poder, se han encargado por años de construir la imagen ideal de una izquierda "moderna", que debe olvidarse de movilizaciones, protestas, revueltas y revoluciones, adecuarse a los tiempos modernos e incorporarse al sistema al que antes combatía para hacerlo cambiar. Mojarro (1998) afirma que es un engaño decir que del sistema pueda venir un cambio, sencillamente porque ese cambio significaría la muerte de ese sistema; igualmente falso resulta afirmar que esto se puede lograr con un simple cambio de gobierno o de partido a través de las elecciones. Paz, Fuentes, Loaeza, Poniatowska y Monsiváis, son algunos de los máximos exponentes de esta manipulación del sistema de poder al decir a las ovejas que el camino para librarse del lobo es criticarlo para que cambie y deje de alimentarse de ovejas.

Por otro lado, Ibarra Chávez (2006) explica cómo desde 1970 hasta 1980, el gobierno desató una guerra de baja intensidad (lo que hoy es conocido como la Guerra Sucia), que consistió en asesinatos y desapariciones de miles de ciudadanos que hasta la fecha permanecen impunes. Esta labor múltiple logró destruir a las izquierdas genuinas, las convirtió en organizaciones donde la conciencia de cambio, de enemigo y la táctica de la organización civil habían sido sustituidas por el regreso al paradigma de las elecciones con partidos controlados por el sistema. Estas organizaciones, en cuya dirección tenían parte destacada los colaboracionistas del 68 y de los grupos guerrilleros vencidos, ya no representaban peligro alguno para el sistema, así que en la llamada Reforma Política realizada en 1977 -ya siendo Presidente José López Portillo- se les otorgó registro oficial. La experiencia nos ha demostrado que el gradualismo -las reformitas de vez en cuando- son dádivas del sistema para calmar los ánimos de la ciudadanía y nunca llevan al cambio de fondo que se requiere para solucionar los problemas. No hay duda acerca de que muchos de quienes forman las bases sociales de los partidos “de oposición” –todos ellos creados por el sistema de poder desde fines de los setenta- honestamente creen que ése es el camino, pero, por supuesto, los miembros de las cúpulas de esos mismos partidos saben que esto no es así. Las contradicciones entre ambos elementos son evidentes hoy en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), hijo directo de los partidos “opositores” de antaño. Resulta paradigmático el hecho de que algunos de los líderes “modernizadores y moderados” del actual PRD, que hoy se dicen dispuestos al dialogo, a la negociación y a la “modernidad democrática”, provengan de grupos de izquierda muy dogmáticos, radicales e intransigentes, como Jesús Zambrano, ex combatiente guerrillero de las FANR, o como Rosa Albina Garavito, ex combatiente guerrillera de la LC-23S. Antes fueron guerrilleros y ahora son feroces críticos de la izquierda que no se "actualiza". Como son ex guerrilleros, se les presenta como ejemplo de quienes sí crecieron con los tiempos. Y hay gente que toma en serio sus palabras, al parecer sin reflexionar en el hecho de que un guerrillero también puede ser corrompido por el dinero. Están haciendo el mismo papel de los ex líderes del 68 que se domesticaron al sistema, y éste sigue explotando su prestigio para justificarse ante la ciudadanía.

A cuarenta años del Movimiento Estudiantil, el panorama sociopolítico es desolador: la calidad y el prestigio de las universidades públicas ha descendido drásticamente, a la vez que las universidades privadas carentes de calidad y de seriedad alguna, así como las universidades confesionales controladas y explotadas por la Iglesia, se multiplican por todo el país, haciendo que cada vez sea más difícil para el pueblo mexicano alcanzar una educación universitaria. Ya no gobierna el viejo partido hegemónico de Estado, el PRI ha sido sustituido por el partido que agrupó desde 1939 a los restos del porfirismo, a los grupos más reaccionarios y fanáticos de la derecha, a los empresarios más proclives al fascismo: el Partido Acción Nacional (PAN). Las esperanzas, las utopías que llevaron a una generación a rebelarse, se estrellaron contra la fuerza de una maquinaria infinitamente más poderosa que no hemos alcanzado a comprender a plenitud. Hoy, en México, es corrupta la Presidencia de la República y cada una de sus Secretarías; son corruptas las Cámaras de Diputados y de Senadores; es corrupta la Suprema Corte de Justicia de la Nación y cada uno de sus Ministros, Magistrados y Jueces; es corrupta la Iglesia y cada uno de sus Jerarcas, en toda su Jerarquía; son corruptos los Gobernadores, los Presidentes Municipales, los Tribunales de todos los niveles y especialidades, los Congresos locales, los Cabildos, los Partidos Políticos de izquierda, de centro o de derecha; son corruptos los Sindicatos, los Empresarios, los Medios de Comunicación, la Prensa; son corruptos los policías, el Ejército, los profesionistas de todas las especialidades y categorías. Somos un país saqueado, explotado, controlado y manipulado a tal grado que pareciera que la generación del 68 es una generación derrotada y que las generaciones actuales no tienen futuro viable a largo plazo.

Hoy, cuando escuchamos hablar del 68, se nos viene automáticamente a la cabeza una imagen nebulosa de lo que pudo ser la Masacre del 2 de octubre, suceso que no debe ser olvidado y que requiere ser estudiado y entendido como el inicio de una campaña de destrucción de la memoria colectiva y de corrupción de la sociedad para seguir explotándola; pocos acontecimientos de la historia del país han sido tan escamoteados, falsificados y empequeñecidos como el Movimiento Popular Estudiantil de 1968; encasillarlo como meramente "estudiantil" lleva ya la intención de quitarle significación y reducirlo a la expresión de un pequeño sector social; la cantidad de participantes en las manifestaciones realizadas entonces demostró que había rebasado al sector estudiantil. Es importante honrar a nuestros mártires, pero lo es más aprender de los avances y de los triunfos realizados por nuestro pueblo. El Movimiento de 1968 representó grandes avances en el acervo político de nuestras colectividades:
a) Ubicó con precisión en dónde estaba nuestro enemigo histórico y no se dejó engañar por los voceros gubernamentales.
b) Puso, como actividad fundamental, la lucha por la democracia y el cambio social, pero ejercida directamente en las bases sociales y no “solicitándola” al sistema de poder a través de corruptos “representantes”.
c) Creó las formas naturales de organización de nuestro pueblo cuando éste combate en favor de sus propios intereses. Estas formas de organización fueron: las brigadas políticas, los comités de lucha y las coordinadoras generales.

El Movimiento del 68 generó una real toma de conciencia de los explotados en relación con sus explotadores y mostró posibilidades y formas de organización efectiva. Ello, unido a la indignación por el asesinato de algunos de sus líderes, amenazó con rebasar al gobierno. Estas formas de lucha resultaron peligrosas para el enemigo histórico, y eficientes para el pueblo, por eso el gobierno y sus intelectuales no escatimaron esfuerzos para destruir esta valiosa aportación transformadora. Así lo entendió Echeverría, quien inició una intensa campaña para acabar con la incipiente organización y para sofocar y desarticular el descontento social, desacreditarlo y destruir su base social de apoyo mediante la anulación de líderes por corrupción, encarcelamiento o asesinato; propició la degradación de la juventud e infiltró elementos que empujaran a la acción a grupos desesperados que, una vez enfrentados a la autoridad, eran asesinados "conforme a la ley"; él, personalmente, organizó movimientos estudiantiles para detectar e identificar líderes; corrompió hijos para cooptar padres. Ya siendo Presidente, creó becas, comisiones en el extranjero, premios, etc.; dio a los cooptados posibilidades de enriquecimiento ilícito por medio de gigantescos fraudes o "fideicomisos" como Guayabitos, Llano Grande, Loma Bonita, Bahía de Banderas...; dio acceso a jóvenes a puestos públicos y entregó gubernaturas y senadurías a líderes obreros como en ningún otro sexenio; manipuló "simpatías de México" por causas latinoamericanas. Durante años fue golpeando a la verdadera oposición hasta liquidar nuestra memoria histórica. Cuarenta años después, esa corrupción ha producido un grupo selecto de hombres que figuran entre los más ricos del mundo y ha sumido en la miseria a más de la mitad de la población mexicana. Frente a tan monstruosa desigualdad, ¿qué objetivos comunes, qué comunidad de intereses alentaría a la sociedad para "luchar hombro con hombro"?

A estas alturas es claro por qué se dijo al principio que las secuelas del Movimiento del 68 aún están entre nosotros. Por un lado, aquéllos que dieron la espalda a ese Movimiento y aceptaron incorporarse a una izquierda domesticada, que nos dicen que el 68 fue sólo una tarde de masacre y algunas cosas previas, y que su único valor radica en las reformas electorales. Esta gente, que desde la "reforma" de 1977 empezó a recibir subsidio como partidos del sistema, es lo que el sociólogo estadounidense James Petras llama la “izquierda parlamentaria”: la oficialización de una línea política que históricamente surge de la negación del sistema abusivo que los aplastó, es decir, de la democracia representativa burguesa capitalista. Por otro lado, sin el Movimiento Estudiantil Popular de 1968 no se pueden entender las colonias populares, las tomas de tierras, la educación media y superior gratuitas, los sindicatos independientes –aunque después dejaron de serlo, como el Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM)-. Si bien es cierto que las secuelas vergonzosas del 68 siguen vivas y activas, no es menos cierto que también lo están las enseñanzas sanas y valiosas, sólo que éstas no reciben difusión alguna. Parte de nuestra tarea es sacarlas a la luz. Andrea Revueltas (hija de José Revueltas) ha afirmado que en 1968, pareció que la impugnación y el análisis crítico iban a generalizarse, pero la disidencia intelectual fue absorbida hábilmente y recuperada por el poder, a través de la política echeverrista denominada "Apertura Democrática"; no obstante, el germen de un pensamiento independiente y crítico no ha desaparecido, entre los universitarios encontramos intelectuales íntegros y modestos que no han abdicado y que intentan hacer el análisis lúcido de la realidad. Es parte de nuestra tarea identificar a esa intelectualidad íntegra y modesta. El Movimiento del 68 es una muestra -porque seguramente hay otras en el mundo- de que podemos intentar otros caminos. ¿Cómo hacerlo? Eso es materia aparte. El primer paso para resolver un problema es reconocer que éste existe. Recientemente, el historiador Enrique Semo planteó que los partidos electorales de izquierda han dejado de servir a la sociedad mexicana y afirmó que ha llegado el momento de cumplir muchos de los objetivos del Movimiento de 1968. En todo caso, esta historia de ninguna manera ha concluido.

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